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Literario - Antonio Colón Vallecillo

Índice del artículo

Antonio Colón Vallecillo, Soledad Corredentora (1988).

 

Escribía Joaquín Romero Murube, el inolvidable hermano de la Soledad, que lo que más asombra de «la Cieguecita» de la Catedral es ver cómo el artista ha sabido captar lo inefable: es decir, la unción, el recogimiento estático, la serena resignación jubilosa a un tiempo de quien, sabiéndose de tierra y barro, se sabe ya elegida para el albergue de la divinidad, lo que le produce un gesto elegantísimo de suprema concentración. «La Virgen, dice, ya adora a Dios en sus entrañas. Cierra los ojos y mira hacia adentro de su sangre en la qué palpita la bendición y vida humanada del Altísimo». Pues bien, la imagen de la Soledad de San Lorenzo, salvando las distancias entre los dos momentos iconográficos, es otro prodigio de recogimiento, de unción, de contemplación estática, de suprema concentración. La Soledad, como la bella Concepción montañesina, tiene también la mirada baja, mira hacia adentro, absorta en otro pasmo, en el abismo de otra revelación; que si en la Pureza era el deslumbramiento de saberse elegida por el Altísimo, en la Soledad es ya la certeza de ser la corredentora, de haber llegado al término de esa peregrinación en la fe de que nos habla Juan Pablo II en su encíclica mariana. La Virgen ha ido peregrinando en la fe, descubriendo el misterio de su Hijo y haciéndolo presente a los hombres, lo que nos acerca más a Ella. Largo ha sido el camino desde Nazaret al Calvario y dolorosas las etapas hasta llegar al pie de la Cruz y recibir esa especie de tercera Anunciación - la primera fue la del Ángel, la segunda la de Simeón -, en la que se le entrega a toda la Humanidad: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Ahora, ya en la tremenda culminación del Calvario, María ha llegado al final de ese peregrinaje, al cumplimiento de todas las profecías y, junto a la Cruz, se sabe ya corredentora. Como su Hijo ha llegado al despojamiento total. La Virgen de la Soledad aparece así con una gravedad estática que reclama lo intemporal, como abismada en la contemplación de todos esos designios de Dios, sumida en la honda meditación de la Pasión ya consumada. No sabemos, a diferencia de la maravillosa Pureza catedralicia, quien fue el autor de la imagen de esta Soledad de María, pero si que tuvo un acierto pleno al reflejar su profundo dolor, el desconsuelo de aquella Madre afligida de que nos habla Ortiz de Zúñiga; sobre todo, la honda significación de su Soledad corredentora en ese gesto de concentración interior, contemplativo, en tanto sus estremecidas manos sostienen el símbolo pasionista. Acercarse a esta Virgen, mirarla, es también hundirse místicamente en sus adentros donde está todo el consolador misterio de la Corredención. Recogerse, rezar ante ella, en la intimidad de su capilla, fanal dorado, una de las más bellas, recoletas y primorosas de la ciudad, es adentrarse asimismo en esa dimensión inefable de la Pasión. Pocas imágenes de Dolorosas tan cargadas de simbolismo, de sentido teológico, de unción y fuerza interior como esta y que lección más hermosa la de sus hermanos al darnos -imagen y paso- una expresión plástica tan bella y sevillana de la Soledad de María. Porque no es una soledad vacía, fría, tétrica, sino una soledad fecunda, anegada de luz, fuente de vida que va discurriendo serenamente por las calles de Sevilla, en un silencio que sus hermanos saben hacer manifestación elocuente, un silencio rico de resonancias interiores. Y aún hay otra dimensión. Tanto cuando regresaba a su templo en la noche del Viernes Santo, como ahora en la del sábado, entre los muros blancos de cal del barrio de San Lorenzo, esta soledad luminosa de la Virgen ha rozado siempre la alegría de la Resurrección, que está apuntando ya por las torres y azoteas de Sevilla, y es testigo de la misión que ha cumplido perfectamente la cofradía. Cuando las oscuras puertas del templo se cierran sobre el resplandor del paso y se callan las últimas saetas, sabemos que ya se ha encendido el cirio pascual con la luz del fuego nuevo. Los hermanos que salieron para acompañar a María en su última aflicción y que con Ella han recorrido penitencialmente el viejo corazón de la ciudad, regresan cuando el gozo de la Resurrección les va a salir al encuentro; ese gozo que parece preanunciado en las talladas azucenas del paso, en la cascada de doradas luminarias que se derraman por su delantera. La Soledad de María tal como la entiende, la siente y la vive Sevilla.

 

No es de extrañar por ello que esta inspirada imagen de María, que tantas significaciones encierra, concite tantas devociones, que agaville tantas oraciones en su capilla, que le hayan trenzado siempre a su paso tantas saetas como si quisieran ofrendarle otra corona de amor, a golpes de quejido, para aliviarle las espinas de la que lleva en sus manos. No es de extrañar que sea la llave dorada con la que Sevilla cierre la maravilla de su Semana Santa y, al mismo tiempo, abra las puertas a la alegría pascual. Es el prodigio al que asistimos cada noche de Sábado Santo en ese ámbito privilegiado de la plaza de San Lorenzo.


el 26 Noviembre 2011
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