En este apartado se presenta una selección del patrimonio literario de la Hermandad
José Lamarque de Novoa
Letra para coplas de culto (AHSSS, 1887)
Antonia Díaz Fernández
La Soledad de María (Poesías religiosas, 1889)
Anónimo (El Bachiller Fulano de Tal)
Triste y sola (Lirios y claveles, 1930
Publicado en Semana Santa. Antología Literaria, edición de Francisco Robles, Sevilla, 2006)
Federico García Lorca
Virgen con miriñaque (Poema del Cante Jondo, 1931)
Juan Sierra
Soledad (María Santísima, 1934)
Joaquín Romero Murube
(Dios en la Ciudad, 1934)
Rafael Montesinos Martínez
(Canciones perversas para una niña tonta, 1946)
Miguel García-Posada García
La Soledad de San Lorenzo (Semana Santa en Sevilla. Facetas cofradieras, Sevilla, 1956)
José Félix Navarro Martín
Soledad (1983)
Antonio Colón Vallecillo
Soledad Corredentora (1988)
Antonio Burgos Belinchón
La manigueta del pintor, (Diario 16 de Andalucía, Sevilla, 25 de octubre de 1990)
Álvaro Pastor Torres
La manigueta y el puñal, (ABC de Sevilla, Sevilla, 21 de diciembre de 1998)
José Joaquín León Morgado
Soledades de hoy y de siempre (1999)
Enrique Barrero Rodríguez
(2002)
José Manuel Benot Ortiz
(2005)
Esteban Romera Domínguez
La reja y su Soledad (Boletín de las Cofradías de Sevilla, N.º 561, Sevilla, 2005)
Carlos Colón Perales
Maestra del tiempo (2007)
José María Jurado
Soledad
José Lamarque de Novoa
Letra para coplas de culto (AHSSS, 1887)
describir tu dolor, Virgen pía,
cuando el Hijo que fue tu alegría
en la tumba encerrado quedó.
Sola y triste al mirarte en la tierra,
sin que nadie le diera consuelo,
elevaste los ojos al Cielo,
y un gemido tu pecho exhaló.
sentiste, Virgen pura,
crudísima amargura
en triste Soledad;
aunque la causa fuimos
de tu fatal quebranto,
contempla nuestro llanto,
y muévele a piedad.
sentimos desconsuelo;
contigo tu hondo duelo
queremos compartir.
Sumisos a tus plantas
¡oh celestial Señora!
Contémplanos ahora
en tu dolor sufrir.
Jesús en su agonía;
ampárenos, María,
tu tierno corazón.
Disculpa ante Dios logren,
por Tí, nuestros agravios,
y de Él tus dulces labios
nos traigan el perdón.
describir tu dolor, Virgen pía,
cuando el Hijo que fue tu alegría
en la tumba encerrado quedó.
Sola y triste al mirarte en la tierra,
sin que nadie le diera consuelo,
elevaste los ojos al Cielo,
y ni el Cielo tu pena alivió.
Antonia Díaz Fernández
y silenciosos caminan
los que á la tumba conducen
al Cordero sin mancilla.
Tú á pasos lentos los sigues,
triste Madre dolorida,
y acerbas lágrimas corren
por tus pálidas mejillas.
No hay en la tierra esperanza,
no hay consuelo en tus desdichas,
que del sol de tu existencia
se eclipsó la luz divina;
y con triste voz murmuran
cuantos en torno te miran:
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Al pie del fatal suplicio,
en Jesús la vista fija,
silenciosa contemplaste
su prolongada agonía.
Luego exánime en tu pecho
lo estrechaste dolorida.
y hora… ¿dónde vas ahora?
Vuelve, ¡oh Madre! no lo sigas.
Tiembla asombrada la tierra,
roncos los mares se agitan,
los sepulcros se estremecen,
anubla su antorcha el día;
parece que el orbe todo
con lúgubre acento grita:
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
la piadosa comitiva;
tú apresurada te acercas;
ansiosa, trémula miras…
Blanco sudario conducen…
¡Ay de tí, Madre afligida!
Envuelto en él va tu Hijo,
tu tesoro, tu alegría,
y ya lo espera la tumba
para ocultado á tu vista.
Inmóvil al vedo quedas,
anúblanse tus pupilas,
y los piadosos varones
dicen con voz compasiva:
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Lánguida inclinas la frente
cual azucena marchita:
No hay, ya para ti consuelo,
que losa pesada y fría
los pálidos restos cubre
de la vida de tu vida.
¡Ay! en tus convulsos labios
trémulo el acento espira;
quieres llorar, de tus lágrimas
la fuente quedó extinguida;
hiélase de horror tu sangre,
tu corazón no palpita,
yerta cual marmórea estatua
quedas al dolor rendida.
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Empero Dios te da aliento
para que firme resistas,
y hasta las heces apures
el hondo cáliz de acíbar.
Ya del sepulcro te alejas;
muda, pausada caminas,
atrás volviendo los ojos,
¡oh, qué amarga despedida!
¿Y do tus pasos diriges,
Rosa del cielo bendita?
¿Adónde irás que no sientas
de pesar el alma herida,
si ya en soledad profunda
tu amante pecho suspira?
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Cada paso es un recuerdo
que acrecienta tu agonía;
allí el Redentor del mundo
dobló su frente divina,
y cayó al suelo, agobiado
de cansancio y de fatiga:
allí al pueblo perdonaba
que feroz le escarnecía:
allí en tus amantes ojos
clavó un momento la vista,
y piedad y amor profundo
te expresaron sus pupilas.
¡Cuántas memorias crueles
tu corazón martirizan!
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
El silencio de las tumbas
Reina en la ciudad deicida:
del sol la eclipsada antorcha
se alejó á remotos climas,
y las más negras tinieblas
suceden al triste día.
¡Oh noche, lúgubre noche
de amarguras infinitas!…
No hay voz humana que exprese
tu dolor, Madre afligida.
Corred, corred silenciosas
humildes lágrimas mías:
y vosotras, almas tiernas,
Llegad, de piedad henchidas,
y en su soledad profunda
acompañad á María.
Anónimo (El Bachiller Fulano de Tal)
ya amontonan las sillas, y la gente
se retira en silencio lentamente
con cara soñolienta y fatigada.
con un puñal clavado reluciente,
pasa La Soledad rápidamente
bajo el dosel llorosa y enlutada.
terrible, amargo, duro y angustioso,
de volver sola de enterrar a tu amor!
que cierra la diadema soberana
de la Semana Santa Sevillana.
Parroquia de San Lorenzo.
Última cofradía.
Federico García Lorca
Virgen de la Soledad,
abierta como un inmenso
tulipán.
en tu barco de luces
vas
por la alta marea
de la ciudad,
entre saetas turbias
y estrellas de cristal.
Virgen con miriñaque
Tú vas
Por el río de la calle
¡hasta el mar!
Juan Sierra
es la vida, cuando dura,
luego que una sepultura
cayó con todo su peso.
Pero existe aún más que eso:
tu soledad rasa, fiera,
en el mundo, que no altera
su pálida algarabía.
¡Qué soledad de María,
tan sola en la tierra entera!
Joaquín Romero Murube
Nuestra Señora de la Soledad. Es la última. Sale de San Lorenzo, el barrio más puro de Sevilla. Es una hermandad pura, humilde. La Virgen va transida de dolor, del dolor de la soledad, el dolor más real y aparente de todos los dolores. En el ambiente está ya plasmado el tedio de la fiesta y la Soledad pasa un poco entre el dormitar de todos. Va casi sola en su dolor. Silencio, fin, agotamiento. Los hermanos de la Soledad lloramos esta soledad en que camina nuestra Virgen. Las sillas se apilan informes, contra las aceras. No nos miran. Por entre la sombra y el silencio de las calles vamos con Nuestra Virgen de la Soledad, en soledad. ¡Bendita sea!
Rafael Montesinos Martínez
(Dice la niña tonta)
Dime si sabes, mi amigo,
por qué me fui yo a Sevilla
aquella tarde contigo.
Dime si sabes, mi amante,
por qué dejé yo mi casa
para entregarte mi sangre.
Dime si sabes, mi amor,
por qué te busco y te huyo,
si al final te doy la flor.
(Dice el poeta.)
Virgen de la Soledad,
si la quise o no la quise,
un día me lo dirás.
(Dice la Virgen de la Soledad.)
Camino de San Lorenzo,
aquel Viernes yo pasé.
mi Hijo ya estaba muerto.
Aquel Viernes Yo pasé
tan sola. Desde mi paso
a ti sólo te miré.
A ti sólo te miré,
y ella te daba la flor.
Y eran cosas de Sevilla
lo que creías amor;
que el amor es otra cosa.
mira que lo digo Yo.
(Dice el poeta.)
Virgen de la Soledad,
si me muero o no me muero,
a nadie le va importar.
(Dice la Muerte.)
Vente conmigo, que tengo
la tierra abierta, esperando
la muerte de tus deseos.
Vente conmigo a vivir,
que en la muerte está el remedio
para acabar de morir.
(Dice el poeta.)
Virgen de la Soledad,
si la quise a o no la quise,
a nadie le va a importar.
Miguel García-Posada García
Es la voz de un servidor de la hermandad; falta un minuto todavía; están descorridos los cerrojos y nos volvemos hacia la cofradía que, formada, únicamente espera el momento de avanzar. Una última mirada a la Virgen. Ya no la veremos más que en algunos instantes aislados de la estación y siempre desde muy lejos. Nuestra hermandad ha ido en estos años en aumento constante y son muchísimos los penitentes que forman en sus filas. ¡Qué lejos quedan ya aquellos Viernes Santos en que los hermanos de la Soledad, solos, desfilaban entre sillas apiladas! Pero como la semilla del árbol evangélico, frondosidad de ramas que daban cobijo a todas las avecillas del cielo, hemos recuperado nuestra antigua grandeza y hoy, a la altura de las primeras hermandades de Sevilla, la de la Soledad de San Lorenzo, es aguardada con la atención expectante de los mejores desfiles cofradieros.
¡Qué bonita está la Virgen! El paso totalmente encendido hierve de luces y de oro; todos los años, antes de salir, nos ocurre lo mismo, y aún no hemos logrado desentrañar lo que sentimos en esos instantes: ansiedad, angustia, temor, no sabemos qué, pero al lanzar la última mirada a nuestra Soledad, los labios que tantas veces se han movido en demanda de consuelo, que tantas veces han suplicado para sí, hoy le piden para Ella y para sus hermanos, y sólo musitan un imperceptible «Por Ti, Madre mía, que hagamos una buena estación, por Ti y por tu hermandad».
Consultamos el reloj: faltan quince segundos.
¡Hermanos, preparados!
Y en la iglesia se hace un silencio profundo en el que cada uno de los presentes ente escucha los latidos de su propio corazón.
¡Vamos!
Se abren las puertas y la algazara de la calle nos turba un momento; avanzamos. Es un oleaje de marea creciente el murmullo de la muchedumbre que llena la plaza de San Lorenzo; enfilamos la calle del Cardenal Spínola; vemos una y otra vez sobre el suelo la sombra puntiaguda del capirote de nuestra penitencia, y, en seguida, la de la Cruz de guía que entre dos faroles, marcha inmediatamente detrás de nosotros. Un compás de luces y de sombras que en ]a estrechez de la antigua calle de la Capuchinas va vistiendo el luto penitencial del Viernes Santo, y al que pone un alegre contraste de color, la espléndida floración de los balcones. La hermandad de la Soledad avanza; una parada y una oración y otra vez en marcha; la plaza de la Gavidia. Sus árboles formarán un dosel de verdes infinitos bajo el que pasará en triunfo nuestra Virgen. Nosotros no la veremos, nosotros vivimos bajo la férula angustiosa de la marcha del reloj; hay que ajustarse a un horario y hay que responder de su cumplimiento. Otra parada y otra oración; en nuestro puesto de celador de Cruz hemos aprendido que una Salve, rezada lentamente, marca el tiempo que debe descansar la cofradía. Seguimos avanzando; al llegar al Duque nos deslumbra el resplandor de la Carrera Oficial; por el lado izquierdo de la plaza, el paso maravilloso de la Sagrada Mortaja va marchando entre el tañido lúgubre de la campana del muñidor y las voces graves de los clérigos que entonan un motivo funeral. La plaza del Duque, pórtico de lo que pudiera llamarse Semana Santa oficial, nos agobia con sus duros contrastes, con el estrépito de sus mil ruidos con el olor que despiden los puestos de calentitos y buñuelos, con el ir y venir de la gente que, en esta hora final del Viernes Santo va dándole un carácter de desordenada dispersión. Silenciosamente nos deslizamos por el lado derecho de la plaza y llegamos con nuestra hermandad al filo de la Campana. Son las nueve y ocho minutos, todavía nos sobran dos… ¡Gracias, Virgen bendita de la Soledad, gracias! El celador de Cruz no te ve pero sabe que tu paso está en el sitio preciso.
Son las nueve y diez.
¡Por Tí, Madre bendita, por tu Hermandad! ¡Dios te salve, Reina!…
Después seguirá todo ese complejo de sensaciones que se adueñan del nazareno durante el gozo de su penitencia; la Carrera, la estación en la Catedral, un silencio de soledad en el que la Virgen es la estampa de la tragedia en el punto final del Viernes Santo. Y la apoteosis, en silencio también, del despedimiento de todos los cofrades de Sevilla de estos siete días únicos en el mundo y en los que ha vivido un sueño de amor y fantasía. Y el paso se quedará retrasado del resto de la cofradía, porque lo mejor de Sevilla y de su Semana Santa se agrupa alrededor de la Virgen de la Soledad para darle el último adiós. Y el silencio correrá por las aceras entre bisbiseos de rosarios fervorosos; y el silencio acompañará en su último giro lancinante al último quejido de la última saeta. Cuando las puertas de San Lorenzo se cierren, el silencio de la Soledad se adueñará de toda Sevilla, porque Sevilla en esas horas de la madrugada del Sábado de Gloria, es la Ciudad del Silencio, ha hecho de su tierra cielo, se ha cansado… y se ha dormido…
José Félix Navarro Martín
Soledad (1983)
ciega labios y mente, y porque ciega
entrega a tu dolor, con luz que entrega
claridad que me torna claridad.
INMENSIDAD DE SOLA INMENSIDAD
llega en tu honda amargura, a todo llega
anega al corazón, y es cuando anega
verdad que nunca muere por verdad.
Camino de mi paso es tu camino,
dolor de soledad, más que dolor
destino donde templo mi destino.
Desola tu ancho amor que se desola,
amor de plenitud, también mi amor,
sola Tú, Soledad, siempre tan sola.
Antonio Colón Vallecillo
No es de extrañar por ello que esta inspirada imagen de María, que tantas significaciones encierra, concite tantas devociones, que agaville tantas oraciones en su capilla, que le hayan trenzado siempre a su paso tantas saetas como si quisieran ofrendarle otra corona de amor, a golpes de quejido, para aliviarle las espinas de la que lleva en sus manos. No es de extrañar que sea la llave dorada con la que Sevilla cierre la maravilla de su Semana Santa y, al mismo tiempo, abra las puertas a la alegría pascual. Es el prodigio al que asistimos cada noche de Sábado Santo en ese ámbito privilegiado de la plaza de San Lorenzo.
Antonio Burgos Belinchón
Las dos caras del Jano de Sevilla siempre presentan estas dualidades. La Sevilla que se escandalizaba con Ressendi compraba para sus salones los paisajes de Santiago Martínez, sus bailarinas de encajes blancos, sus interiores de templos en días de función principal de cofradías. No hay que hacer término antagónicos en este universo. Tan Sevilla es la de Ressendi como la de Martínez.
Es lástima que la exposición del pintor maldito no haya reunido los objetos de su ciudad. La antológica de Santiago Martínez sí reúne ese mundo personal, de palmas académicas de Francia, de placas de la Orden de Alfonso el Sabio, de carnés para entrar de oficio a la Exposición Iberoamericana… En aquellas vitrinas, tan llenas de muerte, vi sin embargo un trozo de Sevilla viva. Están en la exposición los bocetos que hizo Santiago Martínez para el paso nuevo de su cofradía, la Soledad de San Lorenzo. Y en la vitrina, un pergamino cofradiero, escrito con letra pretendidamente arcaizante, singularísimo.
En 1951, después de haber terminado el paso nuevo, por el que el artista no cobró una peseta, se reúne el cabildo de oficiales de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, la de Joaquín Romero Murube, la de los Petit. Y demuestra una vez más que la vida es fuente de derecho. La Hermandad, reunida aquel lejano día de la Sevilla de los tranvías, acuerda pagar a Santiago Martínez su trabajo del modo que sólo la ciudad sabe hacerla: con un bien intangible, inmaterial. Se decide conceder a perpetuidad a Santiago Martínez, para sí y sus herederos por línea directa, la propiedad del derecho a servir como nazareno, en la estación de penitencia del Viernes Santo, la manigueta derecha del paso de la Soledad. Estas son las ocultas monedas de plata con las que paga Sevilla. Algo que nadie fuera del universo estético de la ciudad comprenderá. A Santiago Martínez, pintor académico, le pagaron en su cofradía con los universales: el Bien, la Verdad, la Belleza para sí y sus herederos por línea directa.
Alguien tendría algún día que estudiar las instituciones jurídicas que origina en Sevilla la Semana Santa. En muchos contratos de inquilinato de pisos de la carrera oficial, la propiedad se sigue reservando el derecho de usar los balcones cuando pasan las cofradías. Hay pactos no escritos entre derechos en litigio que son las concordias entre cofradías, como ese rito que se repite cada madrugada, en que la Macarena le cede su lugar más antiguo al Gran Poder todos los años con la misma fórmula: «Por una sola vez y sin que sirva de precedente». Me ha emocionado este papel de la Hermandad de la Soledad en una vitrina de la exposición de Santiago Martínez. Un papel lleno de vida, entre tanta muerte. Cada Viernes Santo, cuando vea a la Soledad camino de San Lorenzo, acompañada por la luna del verso de Antonio Rodríguez Buzón, me imaginaré una de esas leyendas del Bécquer vivo, y es que el pintor sigue viniendo todos los años, por unas horas, para tomar posesión de su derecho al Bien, a la Verdad, a la Belleza.
Álvaro Pastor Torres
En la página 82 del libro de hermanos (1900-1948) podemos leer el siguiente asiento: «Hermano nº 586: Antonio Ordóñez Araujo. Domicilio: calle 23, Villa Sto. Ángel, Nervión. Cuota: una peseta. Alta: 21 de marzo de 1947». Tenía por entonces el hijo del «Niño de la Palma» sólo 15 años, estudiaba con los Escolapios, andaba de becerrista y aún no había debutado con el traje de luces. Era la Soledad todavía una Cofradía de Viernes Santo comandada por un grupo de inolvidables soleanos: Pedro Izquierdo, José Faguás, Antonio Petit, José de Rueda, Ramón de la Cruz, Joaquín Romero Murube…
Los negativos del archivo fotográfico de Serrano, cuidados hoy con especial mimo en la Hemeroteca Municipal, dan fe de esa estrecha vinculación: el ofrecimiento de un traje de luces a la Virgen de la Soledad para vestirla con la seda color verde heliotropo y el oro oscurecido por la sangre, unas veces del toro, otras del torero; un Sábado Santo -¿o todavía salíamos por entonces el Viernes?- Antonio Ordóñez con túnica, escapulario y manguitos, postrado de hinojos ante el paso ya encendido apadrinando en su jura de ingreso a un nazarenito; o el paso por una calle muy estrecha y un nazareno anónimo aferrado a la manigueta delantera, que sólo los muy iniciados en los secretos arcanos de esta Ciudad sabían que era Antonio Ordóñez, como sólo los mismos conocían que justo delante del torero, con vara y en la presidencia iba un sevillano fino y cabal que cuidaba con esmero los jardines del Alcázar, escuchaba las tardes de domingo cómo jugaba su Betis por esos campos lejanos mientras podaba los jazmines luneros, clamaba a los cielos que perdimos cada vez que la piqueta hacía de las suyas en el marchito patrimonio material de Sevilla – lo que ocurría casi a diario -, y de vez en cuando escribía poemas.
Al final Ella siempre está para despedir a todos, en la rotonda principal del cementerio al que rindió visita cuando iba camino de San Jerónimo en la Santa Misión de 1965. Desde su azulejo cerámico, con el dolor contenido en su rostro por la pérdida de todos sus hijos que por allí pasan en tan difícil y supremo trance, sabe de pesares y desgracias. El otro día tenía el puñal de dolorosa, el puñal de oro que le regaló Antonio Ordóñez, clavado un poquito más hondo que el resto de los días y por eso parecía que lloraba más. Y como siempre allí estaba Ella proclamando a todos, como en la Salve, un mensaje de esperanza, justo en estos días de Esperanzas: «y después de este destierro muéstranos a Jesús».
José Joaquín León Morgado
Por eso, las soledades no son de ahora, ni de antes, sino de siempre. Y hay que relacionarlas con lo más íntimo del ser humano, con ese punto al que nadie puede llegar, tan sólo uno mismo. Vemos a la Virgen y no hay nadie más con Ella. Se diría que incluso el día de salida ese clausurar la Semana Santa sevillana en la noche del Sábado Santo, como antes en la del Viernes, contribuye a darle significado. Pero la Virgen no está sola porque apenas la acompañe la cruz vacía, la ausencia del Hijo muerto, sino porque las soledades están dentro de su corazón. Sin Él ya no hay nadie más. Aunque vaya camino de San Lorenzo acompañada sólo por la luna, como en el verso, o por miles de sevillanos como sucede, nadie podrá evitar ese sentimiento hondo del dolor en el fondo de su corazón. No hay consuelo posible.
Sin embargo, es su Soledad la que cura nuestras soledades. Es su presencia, única y tan sublime, la que nos lleva a sentimos tan cerca de Ella. Contemplando su dolor, su paso decidido entre las tinieblas de una noche que sólo Ella ilumina, encontramos la compañía celestial que en ningún otro sitio existe.
Se han cumplido recientemente los treinta años de la muerte de Joaquín Romero Murube, hermano tan significativo de nuestra hermandad, a la que no sólo dedicó bellísimas páginas, sino que prestó su entrega y servicio personal durante tantos años. Hay quien se ha planteado por qué Romero Murube era cofrade de la Soledad, por qué teniendo en cuenta su lugar privilegiado, su voz reconocida en el mundo cofrade sevillano no se reubicó en otra hermandad más poderosa y se quedó en la suya, en la que él mismo definió en algún momento como pobrecita, olvidada y marginada por muchos.
Precisamente, por todo lo que significa su hermandad, Joaquín Romero Murube fue un soleano convencido y militante. Desde su altura moral, desde su Alcázar, atalaya privilegiada de la Sevilla más clásica e inmortal, supo ver siempre allí donde otros no llegan. Entró en las profundidades cofradieras y sabía que la Soledad representa todo lo que él defendía: la verdad de la Semana Santa sin añadidos inútiles, la tradición mariana más amorosa de Sevilla, una forma de ver el cielo en la ciudad, la respuesta a nuestras soledades del alma.
Enrique Barrero Rodríguez
de una silla que se pliega
-añoranza sorda y ciega
que clausura lo vivido-
Como un pájaro sin nido
busco cielo y claridad.
Pero siento la orfandad
de que todo se termina
y cuando doblas la esquina
sólo queda… Soledad
José Manuel Benot Ortiz
(2005)
Mi tristeza: una nube cargada de tormento.
Tu herida es un murmullo al alba si me toca,
mi dolor sin tu música es aire, brisa, viento.
Cuando me pierdo siempre tu llanto me convoca
y el agua de tu fuente disuelve mi lamento
pero soy sin tu aurora un rumor sin acento,
mi sed ante tus ojos es muro, pared, roca.
y paseo tu jardín de ojos tristes, me asomo,
porque el mar no nos abra sus entrañas de plomo,
a tu reja, a tu ayúdame. Porque te quiero tanto
que tu frescura antigua me alumbra si te pienso
y es la luz que traspasa la bruma del incienso.
Esteban Romera Domínguez
La reja y su Soledad (Boletín de las Cofradías de Sevilla, N.º 561, Sevilla, 2005)
El que suscribe, se cree de los verdaderos «hartibles» de nuestro mundillo, visitando con frecuencia diferentes templos de la Ciudad y en distintas fechas del año, observando (algo raro en mi, normalmente hablo…) en muchas ocasiones que existen muy pocas personas rezando en los diferentes Sagrarios o ante los titulares de Hermandades, incluso en algunos casos nadie, ocurriendo estas circunstancias en un número importante de Iglesias con presencia de nuestras Cofradías. Se contrapone esta situación con cualquier día de nuestra Semana Mayor cuando las aglomeraciones o al menos muchos devotos arropan de forma clara a las diferentes Cofradías de nuestra Ciudad. Evidentemente dejamos fuera de este comentario determinadas advocaciones sevillanas que tienen una devoción que incluso traspasa la linde de Sevilla, aunque bajan el número de sus visitas, siempre tienen personas que se postran ante ellas.
Pues bien, existe una Virgen en nuestra Ciudad que cada vez que voy a verla a su sede canónica nunca está sola, siempre hay alguien agarrado a la reja que custodia su coqueta capilla, rezando de forma recogida. Incluso veo algún ramillete de flores de forma aislada ante dicho cancel y no puesto por la propia Hermandad lo que me da más alegría aún. Estas personas que hacen de ejército fiel ante su fortín son lo devotos de verdad, ya que llevan los ojos de esa Virgen clavados en sus entrañas y es quizás la única que escucha sus problemas.
Esta Virgen puede no ser la más guapa de Sevilla, no es la que más hermanos tiene, ni la que más nazarenos la acompañan en su salida procesional, no hace estación penitencial en un día de zapatos nuevos, los clarinetes o las trompetas no dan ni una sola nota músico-procesional, ya que ninguna formación musical la acompaña, ni tiene palio que la engrandezca y que la meza al compás de sus bambalinas o bajo un sobrio y clásico palio de cajón, su discurrir por nuestras calles es muy ponderado a pesar de llevar en sus filas muchos niños nazarenos, su barrio no es de los más poblados, ni tiene como Titular en su Hermandad a su Hijo ni muerto, ni vivo, ni resucitado, sus «revirás» son muy aliviadas (algún amigo me dice que su paso derrapa) y su caminar de paso amplio y siempre de frente, en definitiva, las modas no tienen cobijo bajo su manto protector huyendo de lo populachero y aunque no de lo popular, pero a pesar de todo esta Virgen siempre tiene alguien que le reza agarrada a su reja…
Esta dolorosa pertenece a una de las grandes antiguas Hermandades de nuestra Ciudad, es una de las Vírgenes más antiguas de nuestra urbe, y pertenece a esa Sevilla profunda la verdadera, la que sabe de lo bueno y de lo malo, aunque tenga la hipocresía algunas veces por castigo, la que conoce no sólo la verdad, sino fundamentalmente de lo que es verdadero y sustancial, la natural, quizás incluso hasta la rancia, la de Romero Murube, la que un día enamoró a Antonio Ordóñez… Esta Sevilla sabe que ante esa reja podría estar un nuevo río de las lágrimas de los devotos que se arrodillan ante ella durante los 365 días del año.
Su dulzura traspasa la belleza de lo natural, su rostro tiene la resignación de la Madre que ha perdido lo que más puede querer una Madre que no puede ser otra cosa que su Hijo, aunque ella sabe para lo que nació, siendo en todo momento la esclava del Señor, denotando su mirada caída la resignación para la que fue ella creada y más aun sobre el futuro del fruto de su vientre, sabiendo además que ese tesoro de sus entrañas servirá para salvar al mundo de sus pecados… En definitiva, la que sabe, escucha y calla para siempre. Tú a pesar de todo para lo bueno y para lo malo eres la Soledad de Sevilla, aunque paradójicamente nunca estés sola. San Lorenzo Mártir se rinde ante tus pies como se rindieron mis amigos Álvaro, Fernando, Pepe, Ramón y Paco tu sacristán. El negro y blanco de tus túnicas se tornan resurrección cuando cada Sábado Santo chirrían las puertas de tu casa o cuando desde un azulejo Marcelo Spínola, tu servidor, con mirada callada y serena saluda a cada nazareno, bendiciéndolos por su deber cumplido y testimonio de fe mostrado, esperando hasta el próximo azahar en flor para ver de nuevo el milagro que alrededor de esta Virgen se produce en un viejo pero señero barrio sevillano.
Las siete letras que tiene tu nombre se enmarcan de oro en tus cofrades y devotos que te llevan, que se fueron y de los que vendrán. Soledad divino tesoro porque Tú conoces de lo que te hablo, porque Tú y yo sabemos que también un día conocí tu reja y por este motivo esparcí estas humildes líneas… Bendita Soledad y Bendita seas Sevilla por tener una Soledad que nunca esta sola.
Carlos Colón Perales
Hace 440 años, desde 1567, que la Soledad cierra la Semana Santa de Sevilla. Hasta 1955 el Viernes Santo, y desde la reforma litúrgica el Sábado Santo. En 1567 reinaba Felipe II, Cervantes tenía 20 años, faltaba uno para que la Fe rematara la Giralda y Montañés, Mesa y Ocampo aún no habían nacido. Ni la Semana Santa siquiera, tal como la conformó el barroco, existía entonces. ¿Quién deshará lo que los siglos han hecho?
En la larga vida de la ciudad y en la vida breve de los sevillanos la Soledad de San Lorenzo, maestra del tiempo, da lecciones de historia y enseña madurez. Así, enseñan los siglos, termina la Semana Santa de Sevilla desde 1567. Y así,
enseñan los años, termina la Semana Santa de los sevillanos desde que la madurez los va agrupando tras esta cruz y estos paños, siguiendo en silencio la estela de la Soledad por Jesús del Gran Poder, la Gavidia y Cardenal Spínola hasta llegar a la plaza de San Lorenzo. Allí, cuando la Virgen les dé la cara y la puerta de la parroquia la devore poco a poco, le rezarán despacio un último Ave María. Al llegar al «ahora y en la hora de nuestra muerte» una sombra les cubrirá el alma; y las puertas de la parroquia, al cerrarse, pondrán el amén. El sevillano, entonces, le dirá a la Soledad, y a la plaza, y al Señor ante el que en ese momento se celebra la Vigilia Pascual: «hasta el año que viene, si Dios quiere». Y se irá ni triste ni contento, sereno, camino de su casa, uno más entre la multitud de la que la plaza se desangra por Santa Clara, por Conde de Barajas, por Cardenal Spínola, por Martínez Montañés y por Eslava. Así termina la Semana
Santa según le enseña la historia a Sevilla y la madurez a los sevillanos. No podía ni puede tener broche más sevillano ni más dorado –sobre una nube de oro y fuego vuela la Soledad- nuestra Semana Santa.
La Virgen de la Soledad es el cordón de oro que ata las más antiguas devociones de la ciudad con las más recientes, el renacimiento con regionalismo, la severidad del humilladero de la Cruz del Campo con el bullicio de la Campana, la historia con la costumbre, los benedictinos del convento de Santo Domingo de Silos que le dieron casa junto a los caños de Carmona con la Alameda de la «señá» Gabriela que le dejó en herencia su blanquería. Y su paso es una de las últimas obras que nacen de las entrañas mismas de la ciudad, del asombroso impulso que entre dos mantos macarenos –el camaronero y el de tisú, 1900 y 1930- renovó la Semana Santa en fidelidad a la vez a los tiempos nuevos y a su esencia centenaria. Santiago, Cayetano, Juan Miguel: el paso de la Soledad en 1951, la corona de la Amargura en 1954 y el palio de la Virgen de los Ángeles en 1961 son los últimos abrazos que la mejor historia de Sevilla da a las hermandades a través del talento arraigado en su tierra de Santiago Martínez, Cayetano González y Juan Miguel Sánchez.
Levantando acta de cómo la Soledad cambiaba siendo igual a ella misma, el notario más fiable: Joaquín Romero Murube, hermano de la Soledad desde 1917 hasta su muerte en 1969, que la adornaba con flores del Alcázar en su besamanos y con prosas inmarchitables como la que, en «Dios en la ciudad», deja para siempre establecido cómo termina la Semana Santa de Sevilla: «Sale de San Lorenzo, del barrio más puro de Sevilla… La Virgen va transida de dolor, del dolor de la soledad, del dolor más real y aparente de todos los dolores… Va casi sola en su dolor. Silencio, fin, agotamiento. Los hermanos de la Soledad lloramos esta soledad en que camina nuestra Virgen. Las sillas se apilan informes, contra las aceras. No nos miran. Por entre la sombra y el silencio de las calles vamos con Nuestra Virgen de la Soledad, en soledad. ¡Bendita sea!». Porque las cosas terminan cuando terminan, ni un minuto antes ni un minuto después,y más en la plaza de San Lorenzo, nada se debe añadir al «¡Bendita sea!» que su poeta le dijo a la Soledad mientras describía como la Semana Santa –«silencio, fin agotamiento» – muere entre sus brazos.
José María Jurado
Hoy visto el sudario blanco de mi mortaja.
Por las calles de la ciudad renovaré los votos con el tiempo sagrado de la Soledad. Mi antifaz y escapularios serán negros, mi rostro será el de todos los hombres y mujeres, el de todos los niños y los pájaros. Con el hábito blanco de esta tarde triste miraré desplomarse la arena en los relojes, mientras roza mi piel la última sábana que habrá de velarme los ojos.
(La blanca Soledad camina sola hasta el último puerto de la vida.)
Yo no quiero para mi cuerpo inerte el fuego devorador que convierta en polvo de cenizas aventadas mis huesos por el mundo. Ni quiero una colmena de la muerte o un columbario alzado, tan lejos de las raíces de los árboles que seguirán floreciendo cada mayo mientras cruje indeleble la gran rueda del cielo.
Yo quiero para mí la tierra humilde, el barro de la vida, los nudos rugosos de la madera.
A solas con mi túnica resonarán las paletadas en mi cabeza yerta como las largas trompetas del Día Octavo.
Y entonces abriré los ojos.
Para Ver.
ABUELO
Para Diego
Abuelo, ¡qué súbita efusión de azahares! ¡Cuántas palomas en mis ojos dorados! Pasa Cristo, crucificado a la altura exacta de los balcones, alumbrado por pálidas estalagmitas de cera nocturna, a punto de morirse en cualquier esquina de Sevilla. Y yo recorro sin descanso la ciudad hasta el río, conducido sólo por los tambores de la sangre y de la especie, bajo el cielo morado y el aire tibio de una primavera compartida.
Abuelo, la Virgen de la Soledad, la misma que Bécquer vio pasar entre los vencejos y naranjos del barrio de San Lorenzo, nos ha reunido de nuevo, vestidos ya para siempre con la túnica de nuestra penitencia. Y hemos caminado juntos, tú en el trance supremo de la muerte y yo en el lance palpitante de la vida, ¿o acaso es al contrario?
Bajo la urdimbre inmaculada del hábito que el escapulario ciñe, detrás del antifaz y de la insignia, no vamos nosotros. Nuestra sombra, proyectada en las calles silenciosas, está fuera del tiempo, y es un penitente todos los penitentes y todas las saetas una sola. En la Vigilia perenne del Sábado Santo hemos vislumbrado los goznes de la Eternidad, fruto de los dolores que por nosotros sufriste, y hemos visto ascender, como una sinfonía blanca y negra, una marea de nazarenos elevados al cielo de Sevilla. Abuelo.
SABADO SANTO
(CON LLUVIA)
BLANCA -CÁNDIDA- ES LA TÚNICA DE LOS HERMANOS DE LA SOLEDAD, COMO EL CIELO AMORTAJADO DE ESTA TARDE, SUDARIO DE LA LLUVIA, CÚPULA DE LA CAL. OTRA VEZ SE HA RASGADO EL VELO DE LAS NUBES Y EN LAS VIEJAS CALLEJAS ARRIADAS NO SE ABRIRÁN LAS AZUCENAS DÓCILES, NI TEMBLARÁ LA DIADEMA DE ORO SOBRE LA CABEZA ACOSTADA DE LA LUNA. BAJO EL ARCO TENEBRARIO DE LA CIUDAD PASARÁN GÓNDOLAS NEGRAS, SILENCIOSAS SAETAS DEL RECUERDO QUE SE CLAVARÁN EN LA PUERTA SELLADA DE SAN LORENZO. PERO NO ESTAREMOS SOLOS, AUNQUE CANTEN LOS GALLOS, AUNQUE FALTE LA LUZ PORQUE EL BLANCO NO ES LA AUSENCIA DEL COLOR, SINO LA SUMA DE LA PRIMAVERA. BLANCA -CÁNDIDA- ES LA TOGA DE LA RESURRECCIÓN.