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ENCUENTRO DE HERMANDADES DEL SÁBADO SANTO Y DOMINGO DE RESURRECCIÓN

La Hermandad de la Soledad acoge el Encuentro de Hermandades del Sábado Santo y Domingo de Resurrección

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MAÑANA DE SÁBADO SANTO EN SAN LORENZO

Con el recuerdo reciente en la memoria del pasado Sábado Santo, recordamos la mañana previa a la Estación de Penitencia, jornada en la que los sevillanos quisieron acompañar a la Santísima Virgen en su Soledad momentos antes de que la Cruz de Guía comenzara su discurrir hacia la S. I. Catedral.

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ADHESIÓN A LA SOLICITUD DE LA MEDALLA DE SEVILLA PARA N. H. D. JOSÉ ANTONIO MALDONADO ZAPATA

La Hermandad de la Soledad ha acordado solicitar al Ayuntamiento de Sevilla la Medalla de la Ciudad para N. H. D José Antonio Maldonado Zapata.

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12. 02. 21

2.1.3La pintura mural de Nuestra Señora de Roca Amador que se halla en la Parroquia de San Lorenzo de Sevilla y es titular de la Hermandad Sacramental de la Soledad, representa una antigua devoción francesa que reproduce una imagen mariana que sostiene al Niño con su brazo izquierdo, completándose la escena con una pareja de ángeles con incensarios en la parte superior. De fondo se hallan diversos motivos florales y vegetales y una solería con combinación geométrica en la parte inferior que dan cierta perspectiva al conjunto, quedando separados ambos espacios con una franja partida con la inscripción «s.ta maría / de rocamador».

La obra, que mide 3,20 metros de alto y 1,60 de ancho, está realizada con técnica mixta, destacando los pigmentos de color verde en la vestimenta de la Virgen con estofado de motivos vegetales y de color rojizo en el manto, que incluye piñas y estrellas ejecutadas con la técnica del engrofado, con objeto de contrastarlas con la superficie. El Niño sostiene con la mano izquierda un pajarito y viste con túnica rosácea y manto anaranjado con tréboles de cuatro hojas estofados. El dorado predomina en los zapatos de la Señora y en las coronas que también están realizadas con la técnica del engrofado.

La datación cronológica de la pintura mural es un tema controvertido, pues según la opinión de diversos investigadores oscila entre poco tiempo después de la Conquista de la Ciudad, hasta finales del siglo XIV. Lo que sí parece claro es la relación que tiene la Virgen de Roca Amador con las otras tres pinturas murales de la época que se conservan en Sevilla: la Virgen del Coral de la iglesia de San Ildefonso y la de la Antigua de la Catedral. En los tres casos la imágenes ocupan el testero más antiguo de sus respectivos templos, orientado al sur, por lo que es plausible que ocuparan el sitio del mirhab de las mezquitas que en ese espacio existían antes que fueran sustituidas por las nuevas construcciones mudéjares y góticas, con orientación este-oeste.

Debido a su antigüedad, la pintura mural de Nuestra Señora de Roca-Amador ha sufrido numerosas restauraciones, siendo las primeras conocidas la de 1693, y la de 1718 que se englobó dentro de una intervención general en la capilla. Hay que tener en cuenta que este espacio está hoy exento pero estuvo delimitado por rejas y que contaba con una bóveda con enterramientos. Son de gran interés el zócalo de azulejos salidos seguramente del taller trianero de Benito y Hernando de Valladares realizados en 1609, aunque están completados con otros de época posterior.

En 1751 se incorporó el retablo barroco que enmarca la pintura conteniendo elementos como los estípites, espejos y roleos. En el ático se representa la Encarnación y las repisas sostienen las figuras de San Miguel y San Joaquín, de época anterior. En el muro lateral occidental existe una pintura mural con el tema de la Presentación en el Templo del Niño. En el intradós de los arcos que acotan el espacio del altar de Nuestra Señora de Roca-Amador se encuentran diversos tondos con escenas de la vida de la Virgen, pintados en época barroca.

Restauraciones posteriores fueron llevadas a cabo en 1881 por Juan Oliver, en 1939 por José Carrera, en 1940 por Rafael Blas Rodríguez, en 1979 por el equipo de Juan Luis Coto Cobos y en la actualidad por Juan Abad y Alfonso Orce.

La Virgen de Roca-Amador contó con Hermandad propia desde al menos 1558, aunque no gozó de estabilidad, siendo recuperada a finales del siglo XVII elaborándose nuevas reglas que se aprobaron el 12 de junio de 1691. Finalmente la Hermandad se integró en la Sacramental de San Lorenzo el 4 de noviembre de 1844.

11. 11. 26

En este apartado hemos incluido una selección de los textos referentes a nuestra Hermandad en los Pregones de la Semana Santa de Sevilla



Miguel García-Posada García (1954).

 

Voy terminar. Permitidme que mis últimas palabras sean en acción de gracias para Aquella a quien he tenido presente en mi pensamiento a lo largo de todo mi Pregón; para Aquella que desde su altar de la Parroquia de San Lorenzo, es dulce consuelo y refugio de todas mis horas, Reina y Señora del Cielo, Madre Santa de la Soledad. Permite, Virgen bendita, que mi lengua torpe y balbuciente por esta infinita emoción, que pone un nudo en la garganta y hace aflorar a los ojos las lágrimas incontenibles de un sincero arrepentimiento, todos fuimos causantes de tu Soledad y de tu desamparo, glosen las palabras finales de la Protestación de Fe de nuestra hermandad.

Haz, pues, Madre y Señora de todos los Dolores, que seamos siempre fieles hijos tuyos y cofrades fervorosos de todas tus hermandades; bendice y no dejes nunca de proteger a esta Sevilla que te ama y te venera a través de todas tus devotas advocaciones; confírmanos en la Fe que profesamos; no nos dejes nunca solos, ni en la vida ni en el trance supremo de la muerte, sino que acompañados

por Ti, vestidos, y ya para siempre, con la túnica de nuestra penitencia, reciba mos como fruto de los Dolores que por nosotros sufriste, el premio de encontrarnos entre los escogidos de Dios por toda la eternidad.

He dicho.



Antonio Rodríguez Buzón (1956).

 

(...) y por último, iremos al encuentro de La Soledad. Sí, iremos al encuentro de la Virgen de la Soledad, con pisada arrastrada al peso del cansancio y como sostenidos por ese hilo suspirante que parece surgir de cada esquina cubierta por la húmeda yedra noche. Sí, iremos al encuentro de la Soledad mientras llueven las estrellas expectantes. Y sola ya la noche. Y sola la sangre. Y sola la mirada. Y solo el silencio. Y sola la frente. Y sola la ilusión. Y sola, hasta la voz cansada y hueca del capataz, que después de pasear en triunfo una y otra vez a la Madre de Dios por las calles de Sevilla, se encuentra inesperadamente apagada y sola ante su bendita Soledad.

Todo solo ante la Soledad. Sola la brisa. Solo el espíritu. Solo el recuerdo y solo el grito, que de hacerse copla, exclamaría por el espacio huérfano de música y sonido en la triste noche penitencial:

 

¡Qué sola la Soleá!

camino de San Lorenzo

por la luna acompañá.

 

 

 



Francisco Montero Galvache (1959).

 

                                                           A Ti, jardín celeste donde mora

                                                           en su tranquilo sueño la belleza;

                                                           a Ti, donde descansa su cabeza

                                                           de silencio y de lágrima la aurora.

 

                                                           A Ti, andariega Soledad, pastora

                                                           del hondo pastoreo de la tristeza;

                                                           en cuyas manos la amargura reza,

                                                           y en cuyos ojos la alegría llora.

 

                                                           A Ti, a tu frente pálida y dormida

                                                           donde la muerte se convierte en vida,

                                                           y el dolor, Soledad, se hace ternura.

 

                                                           Solísima cosecha de dolores,

                                                           última procesión, postreras flores,

                                                           ¡a Ti te da Sevilla su hermosura!

 

 



Ignacio Montaño Jiménez (1997).

 

Evangelio de la Soledad de la Madre (Sábado Santo)

 

[…]

Y cuando se retira el cortejo, la Madre queda sola; sola en su Soledad.

La Soledad más agreste, el desamparo total sin frontera con alegría alguna, el corazón pelícano más roto, la tristeza y el silencio más abatidos.

Ya ni siquiera el cuerpo del Hijo desmayado en la muerte. ¡Tanta Soledad por San Lorenzo, que siendo suyo el primer paso de palio de la historia, sólo lleva esta noche su inclinada aflicción en el suave escalofrío del cielo de Sevilla!

Pero tan sola y tan estremecida por el llanto, todavía tiene fuerzas para acompañar nuestras soledades con su pañuelo y su regazo en la rotonda del Cementerio, donde el dolor de la gente que llora la pérdida de los suyos, eleva la unánime plegaria:

            «Y después de este destierro muéstranos a Jesús».

Cuántas veces en la madrugada fría de las noches de Cuaresma, con el eco lejano de cornetas y tambores que ensayan junto al Hospital de la Cinco Llagas, una solemne procesión de nazarenos que visten la túnica de su amortajada primavera llevan hasta la Soledad de la Madre al Cristo de las Mieles y le repiten los nombres de los sevillanos muertos que, por su mediación, están escritos en el Libro de la Gloria. Hermanos nuestros que subieron al Reino de los Cielos, mirando los ojos de esta devoción tan antigua de Sevilla y pidiendo su protección: ¡Soleá, dame la mano!

Porque la Soledad de la Virgen es también la última Esperanza de Sevilla.



Eduardo Del Rey Tirado (1999).

 

Y el Sábado Santo, que se pronuncia Soledad, porque ya nada nos queda sino Ella, y nada le queda a la Mujer Sola de San Lorenzo. O, quizás, solamente su entereza. Y a nosotros, sólo esa imagen grabada de la Madre, nuestra Madre, que se marcha, sola, dejando tras sí la estela del sudario desnudo en la espadaña de la Cruz. Todos se marcharon, sólo Ella permanece, en pie sobre su dolor, erguida. Y como último recuerdo nos quedará el sonido del Sábado Santo, que se pronuncia Soledad.

 



Joaquín Caro Romero (2000).

 

En San Lorenzo, la Virgen de la Soledad, Madre nunca marchita porque el dolor no la envejece y ante la que meditamos en la «tristeza mortal» de su Hijo en Getsemaní, lo sabe todo de la soledad. Esa soledad que lleva dentro y fuera como una íntima e inaccesible «torre de ciegas ventanas». El pregonero, al llegar a este punto, se acuerda de sus grandes tutores y maestros que ya no están a su lado con la tangencia de ayer: Rafael Laffón, Joaquín Romero Murube, Manuel Tristán Alonso, Antonio Rodríguez- Buzón... Cuántas bajas en la lista. Pero reconforta pensar que un cofrade, al desaparecer, no abandona del todo sus espacios vitales, porque «una corriente emana de los cuerpos, y permanece en el área donde se ha desarrollado su existencia».

 



Francisco J. Ruiz Torrent (2002).

 

[…] aquel espíritu de nuestro admirado poeta, aquel que continuamente había llevado a Sevilla en los labios y en su corazón, había recuperado al fin los cielos que él creía perdidos y gozaba ya de esa Sevilla celeste y soñada que tanto había amado y de la visión de su Virgen de la Soledad, la más triste y solitaria de las Vírgenes sevillanas, pero a la que sin duda alguna sigue consolando y acompañando desde entonces como su más fiel y enamorado amante.

 

[…]

 

En Soledad, en la más absoluta y desconsolada Soledad, volverá María hasta su casa de San Lorenzo. Allí, antes de que la losa negra de su puerta se cierre, una voz romperá el aire de la medianoche despidiéndola con una saeta:

 

De la pasión dolorosa

de tu divino Jesús

sólo te quedan tres cosas:

Tu Soledad, una Cruz

y unas espinas sin rosa.



Francisco José Vázquez Perea (2003).

 

Amarás de Sevilla sus piedras y sus jardines, sus leyendas y su historia. Amarás sus costumbres y esa fina sensibilidad que desprende su vieja sabiduría. Pero ama siempre más a tu hermano, el hombre que la habita.

Sevilla con sevillanos. Si no, sería imposible la Semana Santa. Rechaza los tópicos y las etiquetas, te hablarán de  ortodoxos y heterodoxos, de capillitas y descreídos, de críticos y furibundos, acógelos a todos poniéndote en la mirada de Dios porque no venimos a juzgar sino a dar. Y acércate con misericordia a quien te golpea, porque solo Cristo es tu modelo. Y acuérdate de los que faltan. Tengo que decirte, lo siento, que de vez en cuando, experimentamos una sensación de separación y lejanía por un ser querido que se ausenta. Daríamos toda la vida por estar un minuto más junto a el. Pues esto es en lo que creemos. Que volveremos a recuperar su compañía cuando entreguemos nuestra vida. Míranos cuando todo esto esté a punto de concluir: ya no estará Cristo entre nosotros. Y no es a El, seguros estamos de su Resurrección, sino a la Madre a quien perseguimos por las últimas esquinas de San Lorenzo, Soledad del adiós y de la luna. Soledad del manto cuadriculado por las escalas que caen de su Cruz. Soledad fugaz. Dentro de unos minutos ya no será Semana Santa ni ella será tampoco Soledad.

Sevilla con sevillanos, si no, no habría derecho. Ámalos. Verás multitud de símbolos, medallas, cordones, túnicas, insignias, estandartes, escudos pero está escrito: sólo por un distintivo reconocerán que sois mis discípulos: si os amáis. Ese amor es el que justifica que existan cofradías.

 



Rafael de Gabriel García (2004).

 

¿Qué pena se devanaba

                                                           entre camelias dormidas?

                                                           ¿Cuál sería el interrogante

                                                           que en tristeza la sumía?

                                                           ¿Qué becqueriano momento

                                                           entre las luces que brillan

                                                           llegando del Aljarafe

                                                           por el Bajondillo arriba?

 

                                                           Los cristales de los cierros

                                                           aéreo fulgor desprendían

                                                           que llegaba a la Alameda

                                                           por ambiente que suspira

                                                           porque llegue la Señora

                                                           que entre Soledad transita.

 

                                                           Aquella lejana tarde

                                                           de un Sábado de Sevilla

                                                           llegó su paso dorado

                                                           que de la Plaza salía

                                                           entre incienso y entre gente

                                                           que entristecidos venían

                                                           al hilo de su Dolor,

                                                           y es que todo allí sufría

                                                           en el silencio del barrio,

                                                           por sus lágrimas heridas.

 

La Cruz y las Escaleras

avanzaron suspendidas

y yo juro que escuché

el trinar de golondrinas

que llevaban en sus picos

las puntas de las espinas

de la Corona de Cristo,

que la Señora traía

en sus manos temblorosas

de Madre tan afligida.

 

¿Qué pena se devanaba?

que el mismo Cielo quería

bajar hasta San Lorenzo

aquella tarde tristísima,

más nadie supo decirle

ni una palabra de vida

ni su pena consolar

mientras su paso seguía

por calle Conde Barajas

para atravesar Sevilla...

 

Solos nos quedamos todos

y la Soledad se iba

con su pena devanada

entre camelias dormidas.



Fernando María Cano-Romero Méndez (2011).

 

Y cerrando las cofradías de la jornada, la Virgen en su Soledad, huérfana este año de su diputado de Cruz, vendrá desde San Lorenzo para remediar tantas soledades como sufren los que en los últimos años de su vida no encuentran ni el cariño ni la compañía de aquellos con los que se volcaron en sus años de juventud y madurez, la de los marginados injustamente por la sociedad que los desprecia, la de los enfermos que pasan sus días atados al lecho del dolor, la de los injustamente privados de libertad, y la de tantos y tantos como sienten la pena inmensa de la soledad. Ella, va repartiendo las blancas azucenas talladas en la canastilla de su paso para que sean compañía de los que se sienten solos, consuelo para los abatidos, mano tendida para los desamparados y rayo de luz para los que viven en tinieblas y sombras de muerte, y se cerraran las puertas de San Lorenzo para hacerse relicario de su Soledad y reja del Cielo siempre abierta.

 

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1. RETABLO DE LA CALLE ESLAVA (1944).

RETABLODELACALLEESLAVA(1944)

En la fachada de la Capilla de la calle Eslava se encuentra un retablo cerámico que representa a la Imagen de N.ª S.ª de la Soledad con la saya, manto y diadema decimonónicas. Fue realizado por el pintor ceramista Alfonso Córdoba Romero en la fábrica de Pedro Navia Campos y se alumbra con dos faroles de cerrajería realizados por José Rodríguez. Fue bendecido tras la Función Principal celebrada el 27 de febrero de 1944.

 

2. RETABLO DEL CEMENTERIO DE SAN FERNANDO (1976).

RETABLODELCEMENTERIODESANFERNANDO(1976)

El día de Todos los Santos de 1976 fue bendecido en la rotonda de entrada del cementerio de San Fernando el retablo cerámico que representa a la Virgen de la Soledad con el manto de salida, la toca y saya ejecutadas por los Caro en 1961 y 1970, y la diadema diseñada por Luis Ochoa Velasco en 1945. Este azulejo se realizó en recuerdo de la visita al camposanto sevillano el 28 de enero de 1965 con motivo de las Misiones y fue realizado a instancias del Vestidor Paco Ponce y sufragado por tantos hermanos como piezas tiene esta obra, a razón de 1.000 pesetas cada azulejo. El artista creador fue Antonio Morilla Galea que la pintó con la técnica del aguarrás espeso, inscribiendo la frase de la Salve: «…Y DESPUÉS DE ESTE DESTIERRO MUÉSTRANOS A JESÚS».

 

3. RETABLO DE LA CASA-HERMANDAD (1994).

 RETABLODELACASA-HERMANDAD

La Casa-Hermandad de la calle Martínez Montañés fue adquirida en 1991 y tres años después se realizó una reforma en el patio colocándose un retablo cerámico para presidir esta zona. El autor fue el ceramista Alfonso Carlos Orce Villar, que lo pintó con la técnica del aguarrás disuelto marcando veladuras y en él se representa la Imagen de la Virgen de la Soledad tal como realizó el Vía crucis de las hermandades celebrado el 22 de febrero de 1988, es decir con el manto y saya decimonónicos y la diadema de 1945. Fue sufragado parcialmente por la Real Maestranza de Caballería, cuyo escudo, así como el del Carmelo figuran en el mismo. Fue bendecido el 15 de septiembre de 1995 tras la Función de los Dolores de N.ª S.ª

 

4. RETABLO DEL CARDENAL SPÍNOLA (c. 1930).

 RETABLODELCARDENALSPiNOLA(c.1930)

En 2004, El Correo de Andalucía, donó a la Hermandad de la Soledad un mural cerámico que representa al Beato Marcelo Spínola, actual titular de la Corporación, vestido con la púrpura cardenalicia y sosteniendo en su mano derecha un ejemplar del diario decano, debido a que fue el fundador de este periódico. Este azulejo estuvo situado en la sede del diario en la calle Albareda y luego en las posteriores instalaciones del Polígono de la Carretera Amarilla. Lleva la leyenda «EL SIERVO D DIOS CARDENAL MARCELO SPÍNOLA Y MAESTRE ARZOBISPO DE SEVILLA FUNDADOR D EL CORREO DE ANDALUCÍA. 14-1-1835. 19-1-1906». Está firmado por Cerámica Montalbán, restaurado por Alfonso Orce y bendecido tras la Función de los Dolores el 17 de septiembre de 2004.

 

5. RETABLO DE ÁNIMAS.

 RETABLODEANIMAS(1965)

En la fachada de la Plaza de San Lorenzo, sobre el muro de la sala capitular de la capilla del Sagrario se encuentra un retablo de azulejos que representa a las Ánimas Benditas del Purgatorio. Fue pintado por Antonio Kiernan, horneado en la fábrica Cerámica Santa Ana y colocado entre mayo y junio de 1965, siendo Ramón Pineda Carmona mayordomo de la Hermandad del Santísimo Sacramento, Ánimas y N.ª S.ª de Roca Amador. Se encuentra en el lugar que ocupó una Cruz que presidía el cementerio de la Plaza de San Lorenzo.

 

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93 (1)

Busto de Ecce Homo.

Anónimo sevillano, primera mitad siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 47 x 39 cm.

 

93 (2)

Busto de Dolorosa.

Anónimo sevillano, primera mitad siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 47 x 39 cm.

 

93 (4)

Divino Salvador.

Fray Miguel de Herrera, 1769. Óleo sobre lienzo. 81 x 51 cm.

 93 (5)

Inmaculada Concepción.

Fray Miguel de Herrera, 1769. Óleo sobre lienzo. 81 x 51 cm.

 

93-Eucaristia 3

Adoración de la Eucaristía por los ángeles.

Anónimo sevillano, primera mitad del siglo XVIII. Óleo sobre lienzo. 188 x 139 cm.

 

93-Moises

Moisés.

Atribuido a Juan de Espinal, hacia 1770 – 1780. Óleo sobre lienzo. 178 x 97 cm.

 

93-Profeta 2b

Abraham.

 Atribuido a Juan de Espinal, hacia 1770 – 1780. Óleo sobre lienzo. 178 x 97 cm.

 

93-maria

Virgen Dolorosa.

Atribuido a Juan de Espinal, hacia 1770 – 1780. Óleo sobre lienzo. 211 x 124 cm.

 

93-San juan

San Juan Evangelista.

Atribuido a Juan de Espinal, hacia 1770 – 1780. Óleo sobre lienzo. 211 x 124 cm.

 

93 (3)

Procesión de Impedidos con Su Divina Majestad.

María de los Dolores Escacena, 1829. Óleo sobre lienzo. 84 x 113 cm.

 

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En este apartado se presenta una selección del patrimonio literario de la Hermandad



José Lamarque de Novoa, Letra para coplas de culto (AHSSS, 1887).

 

                                               No hay acento que pueda en lo humano

                                               describir tu dolor, Virgen pía,

                                               cuando el Hijo que fue tu alegría

                                               en la tumba encerrado quedó.

                                               Sola y triste al mirarte en la tierra,

                                               sin que nadie le diera consuelo,

                                               elevaste los ojos al Cielo,

                                               y un gemido tu pecho exhaló.

 

                                               Si en lágrimas bañada

                                               sentiste, Virgen pura,

                                               crudísima amargura

                                               en triste Soledad;

                                               aunque la causa fuimos

                                               de tu fatal quebranto,

                                               contempla nuestro llanto,

                                               y muévele a piedad.

 

                                               Al ver tu horrible angustia

                                               sentimos desconsuelo;

                                               contigo tu hondo duelo

                                               queremos compartir.

                                               Sumisos a tus plantas

                                               ¡oh celestial Señora!

                                               Contémplanos ahora

                                               en tu dolor sufrir.

 

                                               En ti nos dio una Madre

                                               Jesús en su agonía;

                                               ampárenos, María,

                                               tu tierno corazón.

                                               Disculpa ante Dios logren,

                                               por Tí, nuestros agravios,

                                               y de Él tus dulces labios

                                               nos traigan el perdón.

 

                                               No hay acento que pueda en lo humano

                                               describir tu dolor, Virgen pía,

                                               cuando el Hijo que fue tu alegría

                                               en la tumba encerrado quedó.

                                               Sola y triste al mirarte en la tierra,

                                               sin que nadie le diera consuelo,

                                               elevaste los ojos al Cielo,

                                               y ni el Cielo tu pena alivió.

 

 

 

 

 

 

 



Antonia Díaz Fernández, La Soledad de María (Poesías religiosas, 1889).

 


Ya del Calvario descienden

y silenciosos caminan

los que á la tumba conducen

al Cordero sin mancilla.

Tú á pasos lentos los sigues,

triste Madre dolorida,

y acerbas lágrimas corren

por tus pálidas mejillas.

No hay en la tierra esperanza,

no hay consuelo en tus desdichas,

que del sol de tu existencia

se eclipsó la luz divina;

y con triste voz murmuran

cuantos en torno te miran:

No hay pena como tu pena,

¡oh dulce Virgen María!

 

Al pie del fatal suplicio,

en Jesús la vista fija,

silenciosa contemplaste

su prolongada agonía.

Luego exánime en tu pecho

lo estrechaste dolorida.

y hora... ¿dónde vas ahora?

Vuelve, ¡oh Madre! no lo sigas.

Tiembla asombrada la tierra,

roncos los mares se agitan,

los sepulcros se estremecen,

anubla su antorcha el día;

parece que el orbe todo

con lúgubre acento grita:

No hay pena como tu pena,

¡oh dulce Virgen María!

 

Mas ya sus pasos detiene

la piadosa comitiva;

tú apresurada te acercas;

ansiosa, trémula miras...

Blanco sudario conducen...

¡Ay de tí, Madre afligida!

Envuelto en él va tu Hijo,

tu tesoro, tu alegría,

y ya lo espera la tumba

para ocultado á tu vista.

Inmóvil al vedo quedas,

anúblanse tus pupilas,

y los piadosos varones

dicen con voz compasiva:

No hay pena como tu pena,

¡oh dulce Virgen María!

Lánguida inclinas la frente

cual azucena marchita:

No hay, ya para ti consuelo,

que losa pesada y fría

los pálidos restos cubre

de la vida de tu vida.

¡Ay! en tus convulsos labios

trémulo el acento espira;

quieres llorar, de tus lágrimas

la fuente quedó extinguida;

hiélase de horror tu sangre,

tu corazón no palpita,

yerta cual marmórea estatua

quedas al dolor rendida.

No hay pena como tu pena,

¡oh dulce Virgen María!

 

Empero Dios te da aliento

para que firme resistas,

y hasta las heces apures

el hondo cáliz de acíbar.

Ya del sepulcro te alejas;

muda, pausada caminas,

atrás volviendo los ojos,

¡oh, qué amarga despedida!

¿Y do tus pasos diriges,

Rosa del cielo bendita?

¿Adónde irás que no sientas

de pesar el alma herida,

si ya en soledad profunda

tu amante pecho suspira?

No hay pena como tu pena,

¡oh dulce Virgen María!

 

Cada paso es un recuerdo

que acrecienta tu agonía;

allí el Redentor del mundo

dobló su frente divina,

y cayó al suelo, agobiado

de cansancio y de fatiga:

allí al pueblo perdonaba

que feroz le escarnecía:

allí en tus amantes ojos

clavó un momento la vista,

y piedad y amor profundo

te expresaron sus pupilas.

¡Cuántas memorias crueles

tu corazón martirizan!

No hay pena como tu pena,

¡oh dulce Virgen María!

 

El silencio de las tumbas

Reina en la ciudad deicida:

del sol la eclipsada antorcha

se alejó á remotos climas,

y las más negras tinieblas

suceden al triste día.

¡Oh noche, lúgubre noche

de amarguras infinitas!...

No hay voz humana que exprese

tu dolor, Madre afligida.

Corred, corred silenciosas

humildes lágrimas mías:

y vosotras, almas tiernas,

Llegad, de piedad henchidas,

y en su soledad profunda

acompañad á María.




Anónimo (El Bachiller Fulano de Tal), Triste y sola (Lirios y claveles, 1930, publicado en Semana Santa. Antología Literaria, edición de Francisco Robles, Sevilla, 2006).

 

Ya la hora de maitines es llegada,

ya amontonan las sillas, y la gente

se retira en silencio lentamente

con cara soñolienta y fatigada.

 

Como triste violeta abandonada,

con un puñal clavado reluciente,

pasa La Soledad rápidamente

bajo el dosel llorosa y enlutada.

 

¡Madre Santa, que apuras el dolor

terrible, amargo, duro y angustioso,

de volver sola de enterrar a tu amor!

 

Eres broche magnífico y valioso

que cierra la diadema soberana

de la Semana Santa Sevillana.

 

 

 

Nuestra Señora de la Soledad.

Parroquia de San Lorenzo.

Última cofradía.

 

 



Federico García Lorca, Virgen con miriñaque (Poema del Cante Jondo, 1931).

 

 

Virgen con miriñaque,

Virgen de la Soledad,

abierta como un inmenso

tulipán.

en tu barco de luces

vas

por la alta marea

de la ciudad,

entre saetas turbias

y estrellas de cristal.

Virgen con miriñaque

Tú vas

Por el río de la calle

¡hasta el mar!

 



Juan Sierra, Soledad (María Santísima, 1934).

 

De mármol blanco y espeso

es la vida, cuando dura,

luego que una sepultura

cayó con todo su peso.

Pero existe aún más que eso:

tu soledad rasa, fiera,

en el mundo, que no altera

su pálida algarabía.

¡Qué soledad de María,

tan sola en la tierra entera!

 



Joaquín Romero Murube(Dios en la Ciudad, 1934).

 

Viernes Santo. El alma y el cuerpo están cansados de tanto esplendor. ¿Queda aún otro paso? Sí.

Nuestra Señora de la Soledad. Es la última. Sale de San Lorenzo, el barrio más puro de Sevilla. Es una hermandad pura, humilde. La Virgen va transida de dolor, del dolor de la soledad, el dolor más real y aparente de todos los dolores. En el ambiente está ya plasmado el tedio de la fiesta y la Soledad pasa un poco entre el dormitar de todos. Va casi sola en su dolor. Silencio, fin, agotamiento. Los hermanos de la Soledad lloramos esta soledad en que camina nuestra Virgen. Las sillas se apilan informes, contra las aceras. No nos miran. Por entre la sombra y el silencio de las calles vamos con Nuestra Virgen de la Soledad, en soledad. ¡Bendita sea!




Rafael Montesinos Martínez(Canciones perversas para una niña tonta, 1946).

 

                                                                                  (Dice la niña tonta)

                                                           Dime si sabes, mi amigo,

                                                           por qué me fui yo a Sevilla

                                                           aquella tarde contigo.

 

                                                           Dime si sabes, mi amante,

                                                           por qué dejé yo mi casa

                                                           para entregarte mi sangre.

 

                                                           Dime si sabes, mi amor,

                                                           por qué te busco y te huyo,

                                                           si al final te doy la flor.

 

                                                                                  (Dice el poeta.)

                                                           Virgen de la Soledad,

                                                           si la quise o no la quise,

                                                           un día me lo dirás.

 

                                                                                  (Dice la Virgen de la Soledad.)

                                                           Camino de San Lorenzo,

                                                           aquel Viernes yo pasé.

                                                           mi Hijo ya estaba muerto.

 

                                                           Aquel Viernes Yo pasé

                                                           tan sola. Desde mi paso

                                                           a ti sólo te miré.

 

                                                           A ti sólo te miré,

                                                           y ella te daba la flor.

                                                           Y eran cosas de Sevilla

                                                          

                                                           lo que creías amor;

                                                           que el amor es otra cosa.

                                                           mira que lo digo Yo.

 

                                                                                  (Dice el poeta.)

                                                           Virgen de la Soledad,

                                                           si me muero o no me muero,

                                                           a nadie le va importar.

 

                                                                                  (Dice la Muerte.)

                                                           Vente conmigo, que tengo

                                                           la tierra abierta, esperando

                                                           la muerte de tus deseos.

 

                                                           Vente conmigo a vivir,

                                                           que en la muerte está el remedio

                                                           para acabar de morir.                            

                                  

                                                                                  (Dice el poeta.)

                                                           Virgen de la Soledad,

                                                           si la quise a o no la quise,

                                                           a nadie le va a importar.



Miguel García-Posada García, La Soledad de San Lorenzo (Semana Santa en Sevilla. Facetas cofradieras, Sevilla, 1956).

 

¿Abrimos?

 

Es la voz de un servidor de la hermandad; falta un minuto todavía; están descorridos los cerrojos y nos volvemos hacia la cofradía que, formada, únicamente espera el momento de avanzar. Una última mirada a la Virgen. Ya no la veremos más que en algunos instantes aislados de la estación y siempre desde muy lejos. Nuestra hermandad ha ido en estos años en aumento constante y son muchísimos los penitentes que forman en sus filas. ¡Qué lejos quedan ya aquellos Viernes Santos en que los hermanos de la Soledad, solos, desfilaban entre sillas apiladas! Pero como la semilla del árbol evangélico, frondosidad de ramas que daban cobijo a todas las avecillas del cielo, hemos recuperado nuestra antigua grandeza y hoy, a la altura de las primeras hermandades de Sevilla, la de la Soledad de San Lorenzo, es aguardada con la atención expectante de los mejores desfiles cofradieros.

 

¡Qué bonita está la Virgen! El paso totalmente encendido hierve de luces y de oro; todos los años, antes de salir, nos ocurre lo mismo, y aún no hemos logrado desentrañar lo que sentimos en esos instantes: ansiedad, angustia, temor, no sabemos qué, pero al lanzar la última mirada a nuestra Soledad, los labios que tantas veces se han movido en demanda de consuelo, que tantas veces han suplicado para sí, hoy le piden para Ella y para sus hermanos, y sólo musitan un imperceptible «Por Ti, Madre mía, que hagamos una buena estación, por Ti y por tu hermandad».

 

Consultamos el reloj: faltan quince segundos.

 

¡Hermanos, preparados!

 

Y en la iglesia se hace un silencio profundo en el que cada uno de los presentes ente escucha los latidos de su propio corazón.

 

¡Vamos!

 

Se abren las puertas y la algazara de la calle nos turba un momento; avanzamos. Es un oleaje de marea creciente el murmullo de la muchedumbre que llena la plaza de San Lorenzo; enfilamos la calle del Cardenal Spínola; vemos una y otra vez sobre el suelo la sombra puntiaguda del capirote de nuestra penitencia, y, en seguida, la de la Cruz de guía que entre dos faroles, marcha inmediatamente detrás de nosotros. Un compás de luces y de sombras que en ]a estrechez de la antigua calle de la Capuchinas va vistiendo el luto penitencial del Viernes Santo, y al que pone un alegre contraste de color, la espléndida floración de los balcones. La hermandad de la Soledad avanza; una parada y una oración y otra vez en marcha; la plaza de la Gavidia. Sus árboles formarán un dosel de verdes infinitos bajo el que pasará en triunfo nuestra Virgen. Nosotros no la veremos, nosotros vivimos bajo la férula angustiosa de la marcha del reloj; hay que ajustarse a un horario y hay que responder de su cumplimiento. Otra parada y otra oración; en nuestro puesto de celador de Cruz hemos aprendido que una Salve, rezada lentamente, marca el tiempo que debe descansar la cofradía. Seguimos avanzando; al llegar al Duque nos deslumbra el resplandor de la Carrera Oficial; por el lado izquierdo de la plaza, el paso maravilloso de la Sagrada Mortaja va marchando entre el tañido lúgubre de la campana del muñidor y las voces graves de los clérigos que entonan un motivo funeral. La plaza del Duque, pórtico de lo que pudiera llamarse Semana Santa oficial, nos agobia con sus duros contrastes, con el estrépito de sus mil ruidos con el olor que despiden los puestos de calentitos y buñuelos, con el ir y venir de la gente que, en esta hora final del Viernes Santo va dándole un carácter de desordenada dispersión. Silenciosamente nos deslizamos por el lado derecho de la plaza y llegamos con nuestra hermandad al filo de la Campana. Son las nueve y ocho minutos, todavía nos sobran dos... ¡Gracias, Virgen bendita de la Soledad, gracias! El celador de Cruz no te ve pero sabe que tu paso está en el sitio preciso.

 

Son las nueve y diez.

 

¡Por Tí, Madre bendita, por tu Hermandad! ¡Dios te salve, Reina!...

Después seguirá todo ese complejo de sensaciones que se adueñan del nazareno durante el gozo de su penitencia; la Carrera, la estación en la Catedral, un silencio de soledad en el que la Virgen es la estampa de la tragedia en el punto final del Viernes Santo. Y la apoteosis, en silencio también, del despedimiento de todos los cofrades de Sevilla de estos siete días únicos en el mundo y en los que ha vivido un sueño de amor y fantasía. Y el paso se quedará retrasado del resto de la cofradía, porque lo mejor de Sevilla y de su Semana Santa se agrupa alrededor de la Virgen de la Soledad para darle el último adiós. Y el silencio correrá por las aceras entre bisbiseos de rosarios fervorosos; y el silencio acompañará en su último giro lancinante al último quejido de la última saeta. Cuando las puertas de San Lorenzo se cierren, el silencio de la Soledad se adueñará de toda Sevilla, porque Sevilla en esas horas de la madrugada del Sábado de Gloria, es la Ciudad del Silencio, ha hecho de su tierra cielo, se ha cansado... y se ha dormido...



´

José Félix Navarro Martín, Soledad (1983).

 

Soledad, tu infinita soledad

ciega labios y mente, y porque ciega

entrega a tu dolor, con luz que entrega

claridad que me torna claridad.

 

Inmensidad de sola inmensidad

llega en tu honda amargura, a todo llega

anega al corazón, y es cuando anega

verdad que nunca muere por verdad.

 

Camino de mi paso es tu camino,

dolor de soledad, más que dolor

destino donde templo mi destino.

 

Desola tu ancho amor que se desola,

amor de plenitud, también mi amor,

sola Tú, Soledad, siempre tan sola.

 



Antonio Colón Vallecillo, Soledad Corredentora (1988).

 

Escribía Joaquín Romero Murube, el inolvidable hermano de la Soledad, que lo que más asombra de «la Cieguecita» de la Catedral es ver cómo el artista ha sabido captar lo inefable: es decir, la unción, el recogimiento estático, la serena resignación jubilosa a un tiempo de quien, sabiéndose de tierra y barro, se sabe ya elegida para el albergue de la divinidad, lo que le produce un gesto elegantísimo de suprema concentración. «La Virgen, dice, ya adora a Dios en sus entrañas. Cierra los ojos y mira hacia adentro de su sangre en la qué palpita la bendición y vida humanada del Altísimo». Pues bien, la imagen de la Soledad de San Lorenzo, salvando las distancias entre los dos momentos iconográficos, es otro prodigio de recogimiento, de unción, de contemplación estática, de suprema concentración. La Soledad, como la bella Concepción montañesina, tiene también la mirada baja, mira hacia adentro, absorta en otro pasmo, en el abismo de otra revelación; que si en la Pureza era el deslumbramiento de saberse elegida por el Altísimo, en la Soledad es ya la certeza de ser la corredentora, de haber llegado al término de esa peregrinación en la fe de que nos habla Juan Pablo II en su encíclica mariana. La Virgen ha ido peregrinando en la fe, descubriendo el misterio de su Hijo y haciéndolo presente a los hombres, lo que nos acerca más a Ella. Largo ha sido el camino desde Nazaret al Calvario y dolorosas las etapas hasta llegar al pie de la Cruz y recibir esa especie de tercera Anunciación - la primera fue la del Ángel, la segunda la de Simeón -, en la que se le entrega a toda la Humanidad: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Ahora, ya en la tremenda culminación del Calvario, María ha llegado al final de ese peregrinaje, al cumplimiento de todas las profecías y, junto a la Cruz, se sabe ya corredentora. Como su Hijo ha llegado al despojamiento total. La Virgen de la Soledad aparece así con una gravedad estática que reclama lo intemporal, como abismada en la contemplación de todos esos designios de Dios, sumida en la honda meditación de la Pasión ya consumada. No sabemos, a diferencia de la maravillosa Pureza catedralicia, quien fue el autor de la imagen de esta Soledad de María, pero si que tuvo un acierto pleno al reflejar su profundo dolor, el desconsuelo de aquella Madre afligida de que nos habla Ortiz de Zúñiga; sobre todo, la honda significación de su Soledad corredentora en ese gesto de concentración interior, contemplativo, en tanto sus estremecidas manos sostienen el símbolo pasionista. Acercarse a esta Virgen, mirarla, es también hundirse místicamente en sus adentros donde está todo el consolador misterio de la Corredención. Recogerse, rezar ante ella, en la intimidad de su capilla, fanal dorado, una de las más bellas, recoletas y primorosas de la ciudad, es adentrarse asimismo en esa dimensión inefable de la Pasión. Pocas imágenes de Dolorosas tan cargadas de simbolismo, de sentido teológico, de unción y fuerza interior como esta y que lección más hermosa la de sus hermanos al darnos -imagen y paso- una expresión plástica tan bella y sevillana de la Soledad de María. Porque no es una soledad vacía, fría, tétrica, sino una soledad fecunda, anegada de luz, fuente de vida que va discurriendo serenamente por las calles de Sevilla, en un silencio que sus hermanos saben hacer manifestación elocuente, un silencio rico de resonancias interiores. Y aún hay otra dimensión. Tanto cuando regresaba a su templo en la noche del Viernes Santo, como ahora en la del sábado, entre los muros blancos de cal del barrio de San Lorenzo, esta soledad luminosa de la Virgen ha rozado siempre la alegría de la Resurrección, que está apuntando ya por las torres y azoteas de Sevilla, y es testigo de la misión que ha cumplido perfectamente la cofradía. Cuando las oscuras puertas del templo se cierran sobre el resplandor del paso y se callan las últimas saetas, sabemos que ya se ha encendido el cirio pascual con la luz del fuego nuevo. Los hermanos que salieron para acompañar a María en su última aflicción y que con Ella han recorrido penitencialmente el viejo corazón de la ciudad, regresan cuando el gozo de la Resurrección les va a salir al encuentro; ese gozo que parece preanunciado en las talladas azucenas del paso, en la cascada de doradas luminarias que se derraman por su delantera. La Soledad de María tal como la entiende, la siente y la vive Sevilla.

 

No es de extrañar por ello que esta inspirada imagen de María, que tantas significaciones encierra, concite tantas devociones, que agaville tantas oraciones en su capilla, que le hayan trenzado siempre a su paso tantas saetas como si quisieran ofrendarle otra corona de amor, a golpes de quejido, para aliviarle las espinas de la que lleva en sus manos. No es de extrañar que sea la llave dorada con la que Sevilla cierre la maravilla de su Semana Santa y, al mismo tiempo, abra las puertas a la alegría pascual. Es el prodigio al que asistimos cada noche de Sábado Santo en ese ámbito privilegiado de la plaza de San Lorenzo.



Antonio Burgos Belinchón, La manigueta del pintor, (Diario 16 de Andalucía, Sevilla, 25 de octubre de 1990).

 

Ha reunido Sevilla en estos días la obra de dos pintores que coincidieron en el tiempo y que suponen dos formas de ver la realidad. Academicista y clásico el uno, Santiago Martínez, bohemio e innovador el otro, Baldomero Romero Ressendi, que es de esos apellidos que tienen pronunciación a la sevillana: se escribe Ressendi pero se pronunciaba «Rosendi» en la ciudad que se escandalizaba en los altos del Hernal con sus tentaciones de San Antonio, que tuvo en las pastorales del cardenal Segura su mejor propagandista, al anatematizarlas en el mismo infierno que aquel ayuntamiento de Los Palacios al que excomulgó en pleno y bajo mazas por haber permitido el baile agarrado.

 

Las dos caras del Jano de Sevilla siempre presentan estas dualidades. La Sevilla que se escandalizaba con Ressendi compraba para sus salones los paisajes de Santiago Martínez, sus bailarinas de encajes blancos, sus interiores de templos en días de función principal de cofradías. No hay que hacer término antagónicos en este universo. Tan Sevilla es la de Ressendi como la de Martínez.

 

Es lástima que la exposición del pintor maldito no haya reunido los objetos de su ciudad. La antológica de Santiago Martínez sí reúne ese mundo personal, de palmas académicas de Francia, de placas de la Orden de Alfonso el Sabio, de carnés para entrar de oficio a la Exposición Iberoamericana... En aquellas vitrinas, tan llenas de muerte, vi sin embargo un trozo de Sevilla viva. Están en la exposición los bocetos que hizo Santiago Martínez para el paso nuevo de su cofradía, la Soledad de San Lorenzo. Y en la vitrina, un pergamino cofradiero, escrito con letra pretendidamente arcaizante, singularísimo.

 

En 1951, después de haber terminado el paso nuevo, por el que el artista no cobró una peseta, se reúne el cabildo de oficiales de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, la de Joaquín Romero Murube, la de los Petit. Y demuestra una vez más que la vida es fuente de derecho. La Hermandad, reunida aquel lejano día de la Sevilla de los tranvías, acuerda pagar a Santiago Martínez su trabajo del modo que sólo la ciudad sabe hacerla: con un bien intangible, inmaterial. Se decide conceder a perpetuidad a Santiago Martínez, para sí y sus herederos por línea directa, la propiedad del derecho a servir como nazareno, en la estación de penitencia del Viernes Santo, la manigueta derecha del paso de la Soledad. Estas son las ocultas monedas de plata con las que paga Sevilla. Algo que nadie fuera del universo estético de la ciudad comprenderá. A Santiago Martínez, pintor académico, le pagaron en su cofradía con los universales: el Bien, la Verdad, la Belleza para sí y sus herederos por línea directa.

 

Alguien tendría algún día que estudiar las instituciones jurídicas que origina en Sevilla la Semana Santa. En muchos contratos de inquilinato de pisos de la carrera oficial, la propiedad se sigue reservando el derecho de usar los balcones cuando pasan las cofradías. Hay pactos no escritos entre derechos en litigio que son las concordias entre cofradías, como ese rito que se repite cada madrugada, en que la Macarena le cede su lugar más antiguo al Gran Poder todos los años con la misma fórmula: «Por una sola vez y sin que sirva de precedente». Me ha emocionado este papel de la Hermandad de la Soledad en una vitrina de la exposición de Santiago Martínez. Un papel lleno de vida, entre tanta muerte. Cada Viernes Santo, cuando vea a la Soledad camino de San Lorenzo, acompañada por la luna del verso de Antonio Rodríguez Buzón, me imaginaré una de esas leyendas del Bécquer vivo, y es que el pintor sigue viniendo todos los años, por unas horas, para tomar posesión de su derecho al Bien, a la Verdad, a la Belleza.

 



Álvaro Pastor Torres, La manigueta y el puñal, (ABC de Sevilla, Sevilla, 21 de diciembre de 1998).

 

En la Hermandad de la Soledad - si alguien quiere además adjetivarla como de San Lorenzo que lo haga - las maniguetas las llevan quienes de verdad se lo merecen: el torero famoso que antes de ser becerrista ya era hermano de fila, número y cuota; los herederos del pintor Santiago Martínez, que tienen la manigueta delantera derecha concedida a perpetuidad en agradecimiento al diseño desinteresado que hizo el artista, que consiguió - junto con la pericia del maestro Curro - uno de los pasos más peculiares de cuantos procesionan por Sevilla; el hermano de fila que está pasando una mala racha en su vida; el que un mal día se fue sin decir adiós y vuelve al cabo de los años, o el nazareno de número alto que aguarda en su tramo delantero que den las siete y Diego Lencina abra las puertas de San Lorenzo, y cinco minutos antes se le acerca el Diputado Mayor de Gobierno con los guantes en la mano y se los da sin decirle nada, pues entonces sobran hasta las palabras. El nazareno sabe que tiene que quitarse el macho del capirote y buscar su nuevo sitio, al ladito del paso, aunque por ello ese año no verá desde los rasgados ojales del antifaz la imagen más bella de todo el año: la luz de la plaza de San Lorenzo y el Senatus Populusque Hispalensis que espera ver abrir la última puerta de la Semana Santa de Sevilla. Aquí para salir de maniguetero y estar cerca de Ella no hay que pagar cifras astronómicas, ni hacer el triple salto mortal sin red, ni pintar la mona en las revistas, ni pujar en subastas al mejor postor.

 

En la página 82 del libro de hermanos (1900-1948) podemos leer el siguiente asiento: «Hermano nº 586: Antonio Ordóñez Araujo. Domicilio: calle 23, Villa Sto. Ángel, Nervión. Cuota: una peseta. Alta: 21 de marzo de 1947». Tenía por entonces el hijo del «Niño de la Palma» sólo 15 años, estudiaba con los Escolapios, andaba de becerrista y aún no había debutado con el traje de luces. Era la Soledad todavía una Cofradía de Viernes Santo comandada por un grupo de inolvidables soleanos: Pedro Izquierdo, José Faguás, Antonio Petit, José de Rueda, Ramón de la Cruz, Joaquín Romero Murube...

 

Los negativos del archivo fotográfico de Serrano, cuidados hoy con especial mimo en la Hemeroteca Municipal, dan fe de esa estrecha vinculación: el ofrecimiento de un traje de luces a la Virgen de la Soledad para vestirla con la seda color verde heliotropo y el oro oscurecido por la sangre, unas veces del toro, otras del torero; un Sábado Santo -¿o todavía salíamos por entonces el Viernes?- Antonio Ordóñez con túnica, escapulario y manguitos, postrado de hinojos ante el paso ya encendido apadrinando en su jura de ingreso a un nazarenito; o el paso por una calle muy estrecha y un nazareno anónimo aferrado a la manigueta delantera, que sólo los muy iniciados en los secretos arcanos de esta Ciudad sabían que era Antonio Ordóñez, como sólo los mismos conocían que justo delante del torero, con vara y en la presidencia iba un sevillano fino y cabal que cuidaba con esmero los jardines del Alcázar, escuchaba las tardes de domingo cómo jugaba su Betis por esos campos lejanos mientras podaba los jazmines luneros, clamaba a los cielos que perdimos cada vez que la piqueta hacía de las suyas en el marchito patrimonio material de Sevilla - lo que ocurría casi a diario -, y de vez en cuando escribía poemas.

 

Al final Ella siempre está para despedir a todos, en la rotonda principal del cementerio al que rindió visita cuando iba camino de San Jerónimo en la Santa Misión de 1965. Desde su azulejo cerámico, con el dolor contenido en su rostro por la pérdida de todos sus hijos que por allí pasan en tan difícil y supremo trance, sabe de pesares y desgracias. El otro día tenía el puñal de dolorosa, el puñal de oro que le regaló Antonio Ordóñez, clavado un poquito más hondo que el resto de los días y por eso parecía que lloraba más. Y como siempre allí estaba Ella proclamando a todos, como en la Salve, un mensaje de esperanza, justo en estos días de Esperanzas: «y después de este destierro muéstranos a Jesús».

 

 

 



José Joaquín León Morgado, Soledades de hoy y de siempre (1999).

 

Se puede estar rodeado de una multitud en soledad. Porque se puede entender esa soledad como un hecho físico, objetivo, de no haber nadie más, y también como una circunstancia personal, subjetiva, relacionada no con la realidad del entorno, sino con los sentimientos.

 

Por eso, las soledades no son de ahora, ni de antes, sino de siempre. Y hay que relacionarlas con lo más íntimo del ser humano, con ese punto al que nadie puede llegar, tan sólo uno mismo. Vemos a la Virgen y no hay nadie más con Ella. Se diría que incluso el día de salida ese clausurar la Semana Santa sevillana en la noche del Sábado Santo, como antes en la del Viernes, contribuye a darle significado. Pero la Virgen no está sola porque apenas la acompañe la cruz vacía, la ausencia del Hijo muerto, sino porque las soledades están dentro de su corazón. Sin Él ya no hay nadie más. Aunque vaya camino de San Lorenzo acompañada sólo por la luna, como en el verso, o por miles de sevillanos como sucede, nadie podrá evitar ese sentimiento hondo del dolor en el fondo de su corazón. No hay consuelo posible.

 

Sin embargo, es su Soledad la que cura nuestras soledades. Es su presencia, única y tan sublime, la que nos lleva a sentimos tan cerca de Ella. Contemplando su dolor, su paso decidido entre las tinieblas de una noche que sólo Ella ilumina, encontramos la compañía celestial que en ningún otro sitio existe.

 

Se han cumplido recientemente los treinta años de la muerte de Joaquín Romero Murube, hermano tan significativo de nuestra hermandad, a la que no sólo dedicó bellísimas páginas, sino que prestó su entrega y servicio personal durante tantos años. Hay quien se ha planteado por qué Romero Murube era cofrade de la Soledad, por qué teniendo en cuenta su lugar privilegiado, su voz reconocida en el mundo cofrade sevillano no se reubicó en otra hermandad más poderosa y se quedó en la suya, en la que él mismo definió en algún momento como pobrecita, olvidada y marginada por muchos.

 

Precisamente, por todo lo que significa su hermandad, Joaquín Romero Murube fue un soleano convencido y militante. Desde su altura moral, desde su Alcázar, atalaya privilegiada de la Sevilla más clásica e inmortal, supo ver siempre allí donde otros no llegan. Entró en las profundidades cofradieras y sabía que la Soledad representa todo lo que él defendía: la verdad de la Semana Santa sin añadidos inútiles, la tradición mariana más amorosa de Sevilla, una forma de ver el cielo en la ciudad, la respuesta a nuestras soledades del alma.




Enrique Barrero Rodríguez(2002).

 

La tristeza es el chasquido

de una silla que se pliega

-añoranza sorda y ciega

que clausura lo vivido-

Como un pájaro sin nido

busco cielo y claridad.

Pero siento la orfandad

de que todo se termina

y cuando doblas la esquina

                                                           sólo queda… Soledad



José Manuel Benot Ortiz(2005).

 

Tu soledad: un río que nunca desemboca.

Mi tristeza: una nube cargada de tormento.

Tu herida es un murmullo al alba si me toca,

mi dolor sin tu música es aire, brisa, viento.

 

Cuando me pierdo siempre tu llanto me convoca

y el agua de tu fuente disuelve mi lamento

pero soy sin tu aurora un rumor sin acento,

mi sed ante tus ojos es muro, pared, roca.

 

Aunque también navego las olas de tu llanto

y paseo tu jardín de ojos tristes, me asomo,

porque el mar no nos abra sus entrañas de plomo,

 

a tu reja, a tu ayúdame. Porque te quiero tanto

que tu frescura antigua me alumbra si te pienso

y es la luz que traspasa la bruma del incienso.



Esteban Romera Domínguez, La reja y su Soledad (Boletín de las Cofradías de Sevilla, N.º 561, Sevilla, 2005).

 

A pesar que durante todo el año nuestras Hermandades tienen su vida interna propia, evidentemente, algunas tienen este devenir manifestado con más profusión que otras, dependiendo de una serie de parámetros como pueden ser su carácter fundacional, su número de hermanos, el ambiente que rodea la corporación, la imaginación que puedan tener sus Juntas de Gobierno o las actividades, cultos y actos que desarrollen durante los doce meses del año de forma cíclica. Pero lo que no se puede negar es la estacionalidad de la mayoría de las visitas por parte de los diferentes hermanos a los distintos Templos y Casas Hermandad de nuestras corporaciones. No es lo mismo el trasiego que existe en el periodo cuaresmal para una Cofradía de Penitencia, donde la cercanía de nuestra Semana Mayor y todo lo que conllevan atraen a muchas personas, que en otros meses donde la actividad diaria baja de forma notoria.

 

El que suscribe, se cree de los verdaderos «hartibles» de nuestro mundillo, visitando con frecuencia diferentes templos de la Ciudad y en distintas fechas del año, observando (algo raro en mi, normalmente hablo...) en muchas ocasiones que existen muy pocas personas rezando en los diferentes Sagrarios o ante los titulares de Hermandades, incluso en algunos casos nadie, ocurriendo estas circunstancias en un número importante de Iglesias con presencia de nuestras Cofradías. Se contrapone esta situación con cualquier día de nuestra Semana Mayor cuando las aglomeraciones o al menos muchos devotos arropan de forma clara a las diferentes Cofradías de nuestra Ciudad. Evidentemente dejamos fuera de este comentario determinadas advocaciones sevillanas que tienen una devoción que incluso traspasa la linde de Sevilla, aunque bajan el número de sus visitas, siempre tienen personas que se postran ante ellas.

 

Pues bien, existe una Virgen en nuestra Ciudad que cada vez que voy a verla a su sede canónica nunca está sola, siempre hay alguien agarrado a la reja que custodia su coqueta capilla, rezando de forma recogida. Incluso veo algún ramillete de flores de forma aislada ante dicho cancel y no puesto por la propia Hermandad lo que me da más alegría aún. Estas personas que hacen de ejército fiel ante su fortín son lo devotos de verdad, ya que llevan los ojos de esa Virgen clavados en sus entrañas y es quizás la única que escucha sus problemas.

 

Esta Virgen puede no ser la más guapa de Sevilla, no es la que más hermanos tiene, ni la que más nazarenos la acompañan en su salida procesional, no hace estación penitencial en un día de zapatos nuevos, los clarinetes o las trompetas no dan ni una sola nota músico-procesional, ya que ninguna formación musical la acompaña, ni tiene palio que la engrandezca y que la meza al compás de sus bambalinas o bajo un sobrio y clásico palio de cajón, su discurrir por nuestras calles es muy ponderado a pesar de llevar en sus filas muchos niños nazarenos, su barrio no es de los más poblados, ni tiene como Titular en su Hermandad a su Hijo ni muerto, ni vivo, ni resucitado, sus «revirás» son muy aliviadas (algún amigo me dice que su paso derrapa) y su caminar de paso amplio y siempre de frente, en definitiva, las modas no tienen cobijo bajo su manto protector huyendo de lo populachero y aunque no de lo popular, pero a pesar de todo esta Virgen siempre tiene alguien que le reza agarrada a su reja...

 

Esta dolorosa pertenece a una de las grandes antiguas Hermandades de nuestra Ciudad, es una de las Vírgenes más antiguas de nuestra urbe, y pertenece a esa Sevilla profunda la verdadera, la que sabe de lo bueno y de lo malo, aunque tenga la hipocresía algunas veces por castigo, la que conoce no sólo la verdad, sino fundamentalmente de lo que es verdadero y sustancial, la natural, quizás incluso hasta la rancia, la de Romero Murube, la que un día enamoró a Antonio Ordóñez... Esta Sevilla sabe que ante esa reja podría estar un nuevo río de las lágrimas de los devotos que se arrodillan ante ella durante los 365 días del año.

 

Su dulzura traspasa la belleza de lo natural, su rostro tiene la resignación de la Madre que ha perdido lo que más puede querer una Madre que no puede ser otra cosa que su Hijo, aunque ella sabe para lo que nació, siendo en todo momento la esclava del Señor, denotando su mirada caída la resignación para la que fue ella creada y más aun sobre el futuro del fruto de su vientre, sabiendo además que ese tesoro de sus entrañas servirá para salvar al mundo de sus pecados... En definitiva, la que sabe, escucha y calla para siempre. Tú a pesar de todo para lo bueno y para lo malo eres la Soledad de Sevilla, aunque paradójicamente nunca estés sola. San Lorenzo Mártir se rinde ante tus pies como se rindieron mis amigos Álvaro, Fernando, Pepe, Ramón y Paco tu sacristán. El negro y blanco de tus túnicas se tornan resurrección cuando cada Sábado Santo chirrían las puertas de tu casa o cuando desde un azulejo Marcelo Spínola, tu servidor, con mirada callada y serena saluda a cada nazareno, bendiciéndolos por su deber cumplido y testimonio de fe mostrado, esperando hasta el próximo azahar en flor para ver de nuevo el milagro que alrededor de esta Virgen se produce en un viejo pero señero barrio sevillano.

 

Las siete letras que tiene tu nombre se enmarcan de oro en tus cofrades y devotos que te llevan, que se fueron y de los que vendrán. Soledad divino tesoro porque Tú conoces de lo que te hablo, porque Tú y yo sabemos que también un día conocí tu reja y por este motivo esparcí estas humildes líneas... Bendita Soledad y Bendita seas Sevilla por tener una Soledad que nunca esta sola.



Carlos Colón Perales, Maestra del tiempo (2007).

 

Las cosas terminan cuando terminan, ni un minuto antes ni un minuto después. Y más en la plaza de San Lorenzo, cuya Semana Santa empezaba en lo íntimo con el besamanos del Señor; desbordaba a las calles cuando en la madrugada del Viernes Santo el reloj de la torre daba dos campanadas y se abrían las puertas de la parroquia para mostrar toda la Pasión -espada, escalera, dados, mano, lanza, clavos, alicates, flagelo, gallo, martillo, esponja de vino y mirra, paño de la Verónica- inscrita en una cruz; y terminaba cuando esa misma torre daba doce campanadas y se cerraban las puertas de la parroquia sobre el fuego tras el que se consume de dolor la Soledad. Era esa una Sevilla que tenía sentido de la medida y sabía hacer las cosas. Ha pasado el tiempo, pero en la plaza de San Lorenzo se siguen sabiendo hacer las cosas. Y si Sevilla, a veces, parece olvidar su sentido de la medida, desde San Lorenzo se le recordará por qué las cosas son como son.

 

Hace 440 años, desde 1567, que la Soledad cierra la Semana Santa de Sevilla. Hasta 1955 el Viernes Santo, y desde la reforma litúrgica el Sábado Santo. En 1567 reinaba Felipe II, Cervantes tenía 20 años, faltaba uno para que la Fe rematara la Giralda y Montañés, Mesa y Ocampo aún no habían nacido. Ni la Semana Santa siquiera, tal como la conformó el barroco, existía entonces. ¿Quién deshará lo que los siglos han hecho?

 

En la larga vida de la ciudad y en la vida breve de los sevillanos la Soledad de San Lorenzo, maestra del tiempo, da lecciones de historia y enseña madurez. Así, enseñan los siglos, termina la Semana Santa de Sevilla desde 1567. Y así,

enseñan los años, termina la Semana Santa de los sevillanos desde que la madurez los va agrupando tras esta cruz y estos paños, siguiendo en silencio la estela de la Soledad por Jesús del Gran Poder, la Gavidia y Cardenal Spínola hasta llegar a la plaza de San Lorenzo. Allí, cuando la Virgen les dé la cara y la puerta de la parroquia la devore poco a poco, le rezarán despacio un último Ave María. Al llegar al «ahora y en la hora de nuestra muerte» una sombra les cubrirá el alma; y las puertas de la parroquia, al cerrarse, pondrán el amén. El sevillano, entonces, le dirá a la Soledad, y a la plaza, y al Señor ante el que en ese momento se celebra la Vigilia Pascual: «hasta el año que viene, si Dios quiere». Y se irá ni triste ni contento, sereno, camino de su casa, uno más entre la multitud de la que la plaza se desangra por Santa Clara, por Conde de Barajas, por Cardenal Spínola, por Martínez Montañés y por Eslava. Así termina la Semana

Santa según le enseña la historia a Sevilla y la madurez a los sevillanos. No podía ni puede tener broche más sevillano ni más dorado –sobre una nube de oro y fuego vuela la Soledad- nuestra Semana Santa.

 

La Virgen de la Soledad es el cordón de oro que ata las más antiguas devociones de la ciudad con las más recientes, el renacimiento con regionalismo, la severidad del humilladero de la Cruz del Campo con el bullicio de la Campana, la historia con la costumbre, los benedictinos del convento de Santo Domingo de Silos que le dieron casa junto a los caños de Carmona con la Alameda de la «señá» Gabriela que le dejó en herencia su blanquería. Y su paso es una de las últimas obras que nacen de las entrañas mismas de la ciudad, del asombroso impulso que entre dos mantos macarenos –el camaronero y el de tisú, 1900 y 1930- renovó la Semana Santa en fidelidad a la vez a los tiempos nuevos y a su esencia centenaria. Santiago, Cayetano, Juan Miguel: el paso de la Soledad en 1951, la corona de la Amargura en 1954 y el palio de la Virgen de los Ángeles en 1961 son los últimos abrazos que la mejor historia de Sevilla da a las hermandades a través del talento arraigado en su tierra de Santiago Martínez, Cayetano González y Juan Miguel Sánchez.

 

Levantando acta de cómo la Soledad cambiaba siendo igual a ella misma, el notario más fiable: Joaquín Romero Murube, hermano de la Soledad desde 1917 hasta su muerte en 1969, que la adornaba con flores del Alcázar en su besamanos y con prosas inmarchitables como la que, en «Dios en la ciudad», deja para siempre establecido cómo termina la Semana Santa de Sevilla: «Sale de San Lorenzo, del barrio más puro de Sevilla... La Virgen va transida de dolor, del dolor de la soledad, del dolor más real y aparente de todos los dolores... Va casi sola en su dolor. Silencio, fin, agotamiento. Los hermanos de la Soledad lloramos esta soledad en que camina nuestra Virgen. Las sillas se apilan informes, contra las aceras. No nos miran. Por entre la sombra y el silencio de las calles vamos con Nuestra Virgen de la Soledad, en soledad. ¡Bendita sea!». Porque las cosas terminan cuando terminan, ni un minuto antes ni un minuto después,y más en la plaza de San Lorenzo, nada se debe añadir al «¡Bendita sea!» que su poeta le dijo a la Soledad mientras describía como la Semana Santa –«silencio, fin agotamiento» – muere entre sus brazos.

 


 

SOLEDAD

                                                                                                           A mi madre

 

Hoy visto el sudario blanco de mi mortaja.

Por las calles de la ciudad renovaré los votos con el tiempo sagrado de la Soledad. Mi antifaz y escapularios serán negros, mi rostro será el de todos los hombres y mujeres, el de todos los niños y los pájaros. Con el hábito blanco de esta tarde triste miraré desplomarse la arena en los relojes, mientras roza mi piel la última sábana que habrá de velarme los ojos.

(La blanca Soledad camina sola hasta el último puerto de la vida.)

Yo no quiero para mi cuerpo inerte el fuego devorador que convierta en polvo de cenizas aventadas mis huesos por el mundo. Ni quiero una colmena de la muerte o un columbario alzado, tan lejos de las raíces de los árboles que seguirán floreciendo cada mayo mientras cruje indeleble la gran rueda del cielo.

Yo quiero para mí la tierra humilde, el barro de la vida, los nudos rugosos de la madera.

A solas con mi túnica resonarán las paletadas en mi cabeza yerta como las largas trompetas del Día Octavo.

Y entonces abriré los ojos.

 

Para Ver.

  

ABUELO

 

Para Diego

 

Abuelo, ¡qué súbita efusión de azahares! ¡Cuántas palomas en mis ojos dorados! Pasa Cristo, crucificado a la altura exacta de los balcones, alumbrado por pálidas estalagmitas de cera nocturna, a punto de morirse en cualquier esquina de Sevilla. Y yo recorro sin descanso la ciudad hasta el río, conducido sólo por los tambores de la sangre y de la especie, bajo el cielo morado y el aire tibio de una primavera compartida.

Abuelo, la Virgen de la Soledad, la misma que Bécquer vio pasar entre los vencejos y naranjos del barrio de San Lorenzo, nos ha reunido de nuevo, vestidos ya para siempre con la túnica de nuestra penitencia. Y hemos caminado juntos, tú en el trance supremo de la muerte y yo en el lance palpitante de la vida, ¿o acaso es al contrario?

Bajo la urdimbre inmaculada del hábito que el escapulario ciñe, detrás del antifaz y de la insignia, no vamos nosotros. Nuestra sombra, proyectada en las calles silenciosas, está fuera del tiempo, y es un penitente todos los penitentes y todas las saetas una sola. En la Vigilia perenne del Sábado Santo hemos vislumbrado los goznes de la Eternidad, fruto de los dolores que por nosotros sufriste, y hemos visto ascender, como una sinfonía blanca y negra, una marea de nazarenos elevados al cielo de Sevilla. Abuelo.

 

  

Sabado Santo

(Con lluvia)

Blanca -cándida- es la túnica de los hermanos de la Soledad, como el cielo amortajado de esta tarde, sudario de la lluvia, cúpula de la cal. Otra vez se ha rasgado el velo de las nubes y en las viejas callejas arriadas no se abrirán las azucenas dóciles, ni temblará la diadema de oro sobre la cabeza acostada de la luna.  Bajo el arco tenebrario de la ciudad pasarán góndolas negras, silenciosas saetas del recuerdo que se clavarán en la puerta sellada de San Lorenzo. Pero no estaremos solos, aunque canten los gallos, aunque falte la luz porque el blanco no es la ausencia del color, sino la suma de la primavera. Blanca -cándida- es la toga de la Resurrección.


11. 11. 26

 

Música y Hermandad. La asociación de palabras evoca de momento el brillo o la majestuosidad de la marcha procesional o el sentimiento de la saeta, pero no son éstas la únicas músicas ligadas a la vida de nuestras hermandades: más íntimas quizás, pero no menos representativas de su idiosincrasia, recoletas tras las rejas o la baranda de un coro, al pie de los tubos de un órgano, o en un rincón presidido por el entrañable armónium, cobran vida piezas vocales que desgranan en sus versos y arropadas por su música la piedad filial de la devota Hermandad hacia sus Titulares. Son las llamadas coplas.

Se escribían estas coplas para dar brillo a los cultos solemnes, en los que antiguamente, puesto que el ejercicio del triduo, quinario o septenario no comprendía, salvo en domingo, la Santa Misa, ocupaban un lugar muy destacado junto a otras piezas como los Cristus factus, Alabado, Tantum ergo o las Letanías. Del gran tesoro de coplas que custodian los archivos tanto de hermandades como de algunos cantores da testimonio el libro de Ignacio Otero La Música de las Cofradías de Sevilla, donde se recopila, cataloga y comenta todo este material.

Las coplas responden a la estructura habitual de la canción, con alternancia de un estribillo y varias estrofas, y suelen estar compuestas para uno o varios solistas, coro de capilla de voces graves o voces mixtas de niños y hombres, con acompañamiento, casi siempre, de una orquesta más o menos nutrida. En su estilo responden al carácter de la época en que se compusieron: las del diecinueve tienen un aire operístico, indudable en los solos, como prueban las más célebres de Eslava, las del veinte tienden a una trama armónica más compleja o a resabios regionalistas, como podemos ver en Turina o en Torres. Todas ellas, en cualquier caso, prohibidas en 1945, con la consiguiente decadencia y desaparición de las capillas musicales que las ejecutaban, de las que quedan escasísimos ejemplos.

En el archivo de la Pontificia y Real Hermandad Sacramental de Nuestra Señora de Roca-Amador, Ánimas Benditas, Beato Marcelo Spínola y Primitiva Cofradía de Nazarenos de María Santísima en su Soledad, establecida canónicamente en la parroquia de San Lorenzo Mártir de Sevilla, se custodian las partituras manuscritas que son objeto del presente artículo, y que, junto a una marcha procesional, La Soledad, de Pedro Morales Muñoz, constituyen el patrimonio musical de la misma.

Ignoramos si hubo en otro tiempo otras obras de carácter litúrgico, misas o motetes, que pudieran formar parte de dicho patrimonio. Consta que en siglo XVIII hubo obligación de cantar el Miserere en los cultos, y que en la procesión del Viernes Santo el paso de palio era acompañado a la ida por la capilla que cantaba los cultos entonando el Miserere, y a la vuelta, de 1679 a 1767, por la música de la Catedral. Hoy este patrimonio se reduce, en lo tocante a la liturgia, a cuatro obras. Tres de ellas pertenecen al susodicho género de las coplas, la cuarta es un Stabat Mater.

Las más antiguas son las Coplas a Ntra. Sra. de la Soledad, con música de Buenaventura Íñiguez sobre versos de José Lamarque de Novoa, fechadas en marzo de 1887. Se trata de un cuadernillo de cuatro pliegos apaisados de papel pautado, con una portada, once páginas de música numeradas como folios, y dos más en blanco sin numerar. En la primera página aparece el título, los autores de la letra y de la música, la fecha arriba indicada y la rúbrica del Mtro. Íñiguez, por lo que es posible afirmar que estamos ante el autógrafo original del compositor, ya que esta rúbrica es la misma que aparece en el Stabat Mater y en otras obras del mismo Íñiguez. Constan de coro a tres voces graves, coro que hace las veces de ritornello, y tres estrofas: dos a solo –de tenor y bajo o barítono respectivamente- y una tercera a dúo de tenor y bajo. El acompañamiento es para piano o armónium, aunque la escritura, especialmente en las introducciones, apunta más al primero. El estilo de las mismas es el esperable de la época, con reminiscencias de la música lírica y teatral que afloran en el tratamiento de las voces solistas y del acompañamiento.

De marzo de 1889 son las Tres Estrofas del Stabat Mater. Se trata también de una partitura original del puño y letra del padre Íñiguez, como hemos comentado que demuestra la rúbrica presente en la portada dedicatoria. En esta ocasión ocupa la obra un pliego de papel pautado apaisado más un folio cosido en el interior con portada en la primera página y cuatro páginas numeradas de música. La obra aparece dedicada en la portada a la Hermandad, y D. Buenaventura Íñiguez hace constar su cargo de organista 1.º de la catedral de Sevilla. Especifica el compositor en dicha dedicatoria que la obra es para la inciensación del altar, por lo que está concebida más como motete que como la sequentia de la que toma el texto. Está escrita para coro o capilla a tres voces graves y acompañamiento de armónium. A pesar del título, el mismo autor nos indica que en la repetición se pueden aplicar todas las estrofas que se quieran. Por contraste frente a las coplas, esta obra respira sobriedad y mesura.

Ya en la segunda década del siglo XX, en el año 1925, se estrenan las Coplas a la Stma. Virgen de la Soledad, sobre los mismos versos de Lamarque, si bien con algún ligero arreglo del hipérbaton original del primer verso, algún que otro retoque en la letra del coro y con una estrofa menos. La música es del doctor Jerónimo Oliveras, entonces diputado mayor de la Hermandad. La partitura está escrita en un cuadernillo de tres pliegos de papel pautado apaisados con portada y once páginas de música. Aunque no hay firma es probable que también esta partitura sea autógrafa. Están escritas estas coplas para solistas, coro a dos voces graves, armónium, y un conjunto instrumental de violines primeros y segundos, flauta y contrabajo, y constan de ritornello a coro y dos estrofas a solo de tenor y bajo respectivamente.

Parece que el motivo último de la composición de unas nuevas coplas es precisamente tener unas en las que haya concurso de voces e instrumentos, para mayor magnificencia de los cultos. La pretensión de sustituir a las antiguas se cumplió plenamente sin duda, ya que estas son las coplas que se ejecutan siempre en los cultos.

Junto a la partitura se conservan en el archivo las partes separadas de las voces y los instrumentos, con el añadido del clarinete, la trompa y el violonchelo. Todas estas particelas son ya de otra mano y con alguna curiosidad, como partes vocales con las estrofas que Oliveras desechó, o adaptaciones del texto para aplicarlo a advocaciones de Gloria o a un Crucificado. Una particela del bajo solista aparece firmada por D. Martínez, sochantre de San Lorenzo.

Ya en 1957, con motivo de las celebraciones del IV Centenario de la Hermandad, y después de la entrada efectiva en vigor de las normas diocesanas sobre música sacra que prohibían la presencia en las iglesias de instrumentos distintos del órgano o sucedáneos, así como los aires operísticos y profanos, se estrena Soledad, una copla que ya no se llama tal, sino poema a la Stma. Virgen, con música del célebre violinista Telmo Vela sobre versos del ilustre soleano Joaquín Romero Murube. La copia que obra en poder de la Hermandad es fotocopia de un original que quizás quedara en manos del compositor. Está escrito para conjunto de tres seises, tenor solista y coro a tres voces graves –tenores primeros y segundos y bajos-, con acompañamiento de orquesta de cuerda –violines primeros y segundos, viola, violoncello y contrabajo-, y armónium. Hay además una parte para voces y armónium que hace las veces de reducción. En la obra, aunque formando una unidad orgánica, se pueden distinguir una parte para los seises, con la que se abre el poema musical, un intermedio a solo de tenor y el final a tutti.

El objeto del trabajo fue la edición que vio la luz como apéndice al libro La Hermandad de la Soledad. Devoción, Nobleza e Identidad en Sevilla (1549-2006) de Ramón Cañizares Japón. Tratándose de piezas cuyo único ejemplar conocido es el que obra en poder de la Hermandad, no comportó las dificultades que suelen acompañar la ediciones críticas para las que abundan los testimonios, pero por otra parte quizás hemos logrado conjurar el peligro de que estas coplas pudiesen desaparecer como otras tantas piezas musicales cuyos papeles han terminado traspapelados o en el contenedor. Se ha aclarado, por otra parte, la verdadera autoría de las coplas que habitualmente se interpretan en los cultos, que de oídas unos atribuían a Íñiguez y otros a Oliveras. El día 19 de febrero de 2007, por fin, y ante el espléndido altar de cultos de la Stma. Virgen, tuvo lugar un concierto en el que pudieron escucharse todas las coplas recopiladas en la edición, algunas por primera vez en casi cien años, y el proyecto de recogerlas en una grabación está ya en marcha.

Ante el panorama tan degradado que, en general, presenta la música sacra en nuestros días, la recuperación de estas piezas litúrgicas y la posibilidad de que puedan ser interpretadas con gusto y escuela es ya motivo de sobra para agradecer a la Hermandad de la Soledad su preocupación por la conservación y difusión de su patrimonio musical.

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